Cuando sea mayor…

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Claudia López habla sobre sus expectativas de vida cuando era pequeña y cómo es ahora su día a día | Foto. Remitida
GranadaDigital
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Sonrío, entre avergonzada e ilusa, cuando me recuerdo con 15 o 16 años fantaseando con la vida que tendría cuando tuviera la edad de mis padres.

La casa donde viviría no sería excesivamente grande, pero sí tendría un jardín enorme con arbolitos varios y mucha sombra.

También piscina, pero pequeñita, como la de la casa de mis padres, para que los niños que estaba segura que iba a tener pudieran disfrutarla y aliviar así el abrasante calor que hace en Granada en verano.

Sería en un pueblo, pero sin cuestas, que demasiadas he tenido ya durante más de media vida viviendo en Huétor Vega (que de vega, poca), con grandes ventanales y todo muy blanco y pulcro.

Me dedicaría a llevar, por las mañanas, la librería que siempre había deseado tener, y me iría taaan bien que podría permitirme meter a alguien de confianza para que estuviera por las tardes y también los sábados por la mañana.

En ella, habría un rincón recreativo para los hijos de las madres que decidieran comprar algún libro allí, y otro de lectura para ellas, para que disfrutasen de un ratito de tranquilidad mientras sus hijos se entretienen con un sinfín de libros y juguetes educativos.

También habría café, claro, té y Cola Cao.

Me imaginaba casada con un hombre maravilloso y guapo, como mi padre, que llegaría a casa del trabajo y me daría un beso por detrás mientras yo cocinaba la cena (esto me da entre ternura y grima en este momento de mi vida).

La cocina tendría una luz tenue, una encimera infinita y una ventana pequeña que daría a la piscina.

La despensa, a reventar de chocolate.

Y el frigo, de estos enormes que nunca llegas a llenar, con dispensador de hielo y agua fría.

Gris ligeramente plateado.

Por supuesto, un perro o dos, mínimo, que disfrutasen de ese jardín con sombra donde tendrían su caseta típica de madera, pero dormir dormirían dentro.

Estaba segura de que también tendría una casa en el pueblo de mis abuelos, en Huéscar, y de que, como durante toda mi infancia, iría cada verano y cada Navidad.

Vería a mis padres disfrutar de sus nietos y yo regañaría a mi madre por darles dinero o chocolate a escondidas.

Haría, mínimo, dos o tres viajes fuera de España al año y muchos más dentro.

Hablaría un montón de idiomas, tendría un taller de costura dentro de casa y también una persona que me ayudara a limpiar un par de días a la semana.

Dos coches, uno pequeño para la ciudad y otro muy grande para viajar.

Y varias cuentas en el banco: la personal, la conjunta con mi marido y la de ahorro, por supuesto.

Ahora, 20 años después, la realidad es otra muy distinta.

Tengo 35 años y normalmente tengo que hacer malabares para poder seguir permitiéndome vivir sola.

Por supuesto, vivo de alquiler. Lo de poder meterme en una hipoteca queda lejísimos.

Más de la mitad de mi sueldo va destinado al alquiler, y encima tengo que darme con un canto en los dientes porque vivo sola, en un piso precioso y por el que pago un precio asequible para cómo está el tema de los alquileres.

Ni jardín ni piscina ni arbolitos.

Tampoco lo necesito, todo sea dicho. Con el balcón me apaño.

Me dedico a la hostelería, y a pesar de que soy muy feliz, de corazón que lo soy, queda muy lejos de aquello a lo que siempre he querido hacer: tener mi propio negocio.

No estoy casada, afortunadamente, ni lo pretendo; estoy soltera, y soy yo la que, de vez en cuando, tengo algún gesto cariño conmigo misma. Menos de los que debería, creo.

Obviamente, no tengo hijos, y cada vez veo más improbable tenerlos algún día, no os voy a engañar.

No obstante, en este aspecto, me siento bastante plena en este momento de mi vida.

Lidio con la nostalgia, normalmente sin dolor, soy muy franca con lo que siento y también acepto todo de lo que estoy hecha.

Viajo poco, pero lo disfruto tanto que cada viaje vale por siete, eso sí.

No sé lo que es ahorrar porque hay meses que tengo que pedirles a mis padres que me ayuden y desahoguen un poco; ellos, como siempre, lo hacen sin pensarlo, y lo harán siempre.

Dinero, compras, facturas.

Total, una realidad muy distinta a la que hace años tenía claro que viviría.

Y sé, me consta, que somos muchísimos jóvenes de mi edad los que estamos así.

Trabajando, literalmente, para pagar.

Sin poder permitirnos imprevistos económicos o llegar a final de mes con 200 euros.

Y, joder, esto con la edad de nuestros padres no pasaba.

Con la edad de nuestros padres te comprabas el coche a toca teja y, si me apuras, doble hipoteca por el pisito de la playa.

Por eso, y por muchas razones más, me planteo seriamente si de verdad la vida es mejor ahora que antes.

Yo soy feliz, muy feliz. Y tengo mucha suerte.

Sé que llegará el día de llevar a cabo todas esas cosas, que sólo tengo que ser un poco más paciente; me compraré mi casa, montaré mi negocio (en el que habrá libros, pero no será una librería) y tendré sólo un coche porque para qué quiero dos.

Mientras tanto, que no es poco, seguiré disfrutando de la felicidad que me da despertarme cada mañana en un techo que es hogar, con los mensajes de buenos días de mi gente, con mis padres en el pueblo de al lado; seguiré sonriendo porque el frigo suele estar siempre lleno, porque tengo dos perros preciosos que son felices en el balcón y que me hacen feliz a mi cada segundo de su existencia y porque cada noche me voy a la cama con la tranquilidad de que no tengo nada que perdonarme ni ninguna carencia importante.

Qué tiempos aquellos…







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