Recuerdos de Viernes Santo y Resurreción

Recuerdo de Granada| Foto: Antonio Somoza
Campana recuerdos de Granada | Foto: Antonio Somoza
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La Semana Santa es muy distinta para el que no está en la ciudad que lo vio nacer y crecer. De pronto, la memoria te trae al Cristo de los Gitanos y la vuelta al Sacromonte, el Silencio con su temible, acusador y solitario tambor, la Señora de la Alhambra portando su pena desde el hermoso paso que la lleva al casco urbano y… así sucesivamente todas las cofradías 'granaínas'. Todo se repite igual año a año, pero uno recuerda que hace mucho no todos los días en esta semana eran iguales.

Para un chavea que comenzaba a ver la vida de verdad y apenas había pasado la Primera Comunión, que entonces era a los siete años por edicto, había dos días muy especiales y que significaban de verdad que estábamos en una semana distinta con una ciudad invadida de silencio, cines con películas especiales y algunos días cerrados.

El primero era el Viernes Santo. Una mañana tranquila, ropa de domingo bien preparada y a las dos y algo de la tarde había que salir de casa hacia el Realejo porque allí, a las tres en punto moría Cristo y ante el Señor de los Favores había que estar.

Hace mucho, demasiado, que no tengo la suerte de estar allí, pero imagino que todo será calcado a los años anteriores y lo que recuerdo es una plaza llena a tope, con gente en ventanas y balcones, incluido el Hospital Militar, personas pendientes de la hora marcada en cada reloj y en mitad del silencio un cornetín que señalaba que era la hora fijada y que en ese momento y muchos años antes, Cristo acababa de morir en una cruz allá muy lejos, en Jerusalén. Estábamos de rodillas y resonaban las palabras de mis padres que nos habían enseñado que había que pedir tres cosas, deseos, para que uno se te concediera. Tal vez falten detalles y escenografía, pero en mi infantil mente esto recuerdo a la vez que una mirada fija en el Señor de los Favores que ahora ocupa un lugar especial en el móvil.

Después llegaba la vuelta a casa con un silencio más espeso y pensando en lo que había pasado y que habían matado un año más a Jesús de Nazaret. Mucha gente en las calles, las primeras cofradías preparándose para salir y los penitentes camino de las iglesias. Un Vienes Santo más que había que completar aún con un par de cosas importantísimas como el almuerzo, que se convertía a la vez en merienda, y vestirse para salir hacia el monasterio de Santa Paula.

En casa siempre había para ese día el mismo menú y lo recuerdo con una añoranza tremenda: espinacas con grandes dientes de ajos enteros pinchados en la superficie y también tortillas de bacalao. Mi madre era sevillana y esos dos platos, obligatorios y exquisitos. Mas tarde túnica y capa negras, capirote amarillo y vestido de mantilla para la camarera porque toda la familia tenía que salir en La Soledad, que así se llamaba en casa y nunca se cambió. Los pequeños salíamos con la cara descubierta o tapada, según la edad, y despedida en la iglesia hasta la vuelta. Una Dolorosa, el Señor yacente en unas humildes parihuelas llevadas a mano por apóstoles vestidos con ropajes de la época, las Marías detrás sollozando y manifestando el dolor y las Chías. Si quieren que les diga la verdad aun hoy no se con exactitud el porqué de la presencia de estos personajes tan extraños, aunque me convenció la versión de que representan a personajes de la Inquisición.

Somos tres hermanos y los tres participábamos como penitentes en esta cofradía. El pequeño tuvo incluso su protagonismo especial porque un año y dada su edad, se le colocó como ayudante de una de las entonces dos Chías para llevarle la cola y prácticamente entendió que era su guardaespaldas. Los niños que veían la procesión la tomaban con el personaje jugueteando y molestando y el ahora médico entendió que había que defenderlo como fuera. Una refriega constante y un héroe en toda regla.
Acabado el viernes había que esperar al Domingo de Resurrección con alegría, la radio con programación normal y nos estaban esperando las campanillas que estaban guardadas hasta ese día.

Porque, y esto es para los jóvenes, o muy jóvenes, tener esa campanilla, guardarla convenientemente y mirarla muchos años después, te hace volver atrás de forma inmediata, te convierte nuevamente en un chavea curioso y 'granaíno' que nunca pensó que este cacharro de barro iba a durar tanto tiempo e iba a significar tanto. Al cabo del tiempo, te conectas a ese invento que llaman Internet, encuentras a los Facundillos y sus campanillas y te das cuenta de que tu aún conservas la tuya. No se sinceramente si todo lo anterior le habrá gustado a cualquiera de ustedes, pero tenía que recordar, vivir nuevamente la Granada que conocí en mis años jóvenes y tener presentes esos días tan especiales para no olvidarlos nunca porque la edad es muy mala.

Y por eso, en casa junto a otros utensilios del pasado está esa campanilla de barro que tiene pintado el perfil clásico de la Alhambra vista desde el Albaicín.

La Semana Santa, una campanilla y 'Graná'.







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