De las redes sociales y sus límites

No podemos creer que en cuatro fotos y textos está la verdad absoluta de la vida ni de la personalidad de nadie

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Aplicaciones de redes sociales en un teléfono móvil | Foto: Archivo
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Son apenas las 11 de la mañana y, a pesar de que el sol empieza a colarse en el salón y a calentar la mesa sobre la que escribo, hace mucho frío.
Un haz de luz da directo en la taza el café, dejando ver así el humito blanco de vapor que me confirma que sigue estando caliente, y en mi paladar todavía descansa el sabor de la tostada de pavo y queso que me he tomado en la Paco´s, la mejor churrería no sé si del mundo, pero de Granada centro y periferia ya te digo yo que sí.
El canto de los pájaros y la respiración profunda de los perros dormidos como música de fondo.
Un dolor menstrual extraño, como todos después de las vacunas.
Y un montón de mensajes en WhatsApp e Instagram sin abrir que, de momento, se van a quedar así. Sin abrir.
Hace bastante tiempo que entendí y acepté que lidiar a diario con el compromiso de tener al tanto todos los mensajes de todo el mundo me generaba una ansiedad innecesaria de la que debía desprenderme cuanto antes.
Siempre me ha causado malestar saber que puedo estar quedando mal con alguien, independientemente del vínculo que exista.
Dejar ‘en visto’ a alguien me pesaba, fuera cual fuera la relevancia del mensaje.
Con el tiempo me di cuenta de que, a lo verdaderamente importante, y a las personas que también lo eran, siempre respondía.
Y empezó a pesarme cada vez menos.
Me permití preocuparme de lo que pudieran pensar de mí solo las personas que me conocen y, sobre todo, me aceptan, y no de las personas que solo me conocen a través de una pantalla.
Empecé a priorizar mi bienestar primero, en el que entran mi familia, mi trabajo y mis amigos, y después ya, si eso, el del resto.
Y no, no es egoísmo.
Es sensatez.
Os voy a contar algo que me pasó hace unas semanas con una chica, y que me hizo darme más cuenta aún de la importancia de esto que estoy hablando.
Ella empezó a seguirme en Instagram hace bastante tiempo, unos cuatro años creo.
Se leía todos mis textos, compartía mi contenido y estaba siempre ahí, haciéndome sentir que mis letras podían llegar a alguien de verdad.
Yo le estuve eternamente agradecida desde el segundo uno.
Diría que, de todas las veces que me mencionó o comentó alguna historia haciendo alusión a algo de lo que escribía, no hubo ni una sola vez que no le contestara.
Y, si hubiese sido así, tampoco hubiera pasado nada.
De repente, un día, no recuerdo hace cuánto, me escribe diciéndome que ha decidido quitarse el Instagram por motivos personales y que ya volveríamos a cruzarnos en algún otro momento de la vida.
Pasó el tiempo y mentiría si dijera que no me olvidé de ella.
Sí, lo hice.
No era mi amiga. Era una persona que supo de mi existencia por una red social y que, durante un tiempo, me admiró de una manera supuestamente sana.
Y yo se lo agradecí.
Pero ya está.

Hace un par de meses, una cuenta nueva me empieza a seguir.
Era ella.
Me escribió preguntándome si podía mandarme algo que estaba escribiendo para que le diera mi opinión.
Vale, también me preguntó cómo estaba y me contó algunas cosas de esas que le cuentas a tus amigos de verdad.
Yo no se lo pedí.
Empecé a leerme aquello que escribió, pero no lo terminé porque, obviamente, tengo otras muchas cosas que hacer, era Navidad y en mi listado de tareas importantes pendientes no estaba leerme, por compromiso, aquello.
Lo haría en otro momento.
Llegó el final del año, me felicitó las Fiestas y yo no lo vi.
Me escribió un mensaje larguísimo donde me decía, entre otras muchas cosas, que se había decepcionado muchísimo conmigo. Que no le contesté. Que ella siempre me había tenido un cariño muy especial y pensaba que por mi parte era igual; que vaya chasco, y que de haber sabido que yo iba a acabar siendo así, no me hubiera vuelto a buscar.
Esto me ha hecho pensar bastante y grabarme a fuego unas cuantas cosas.
Que mis límites los pongo yo, y los tuyos, tú.
Que no estoy forzada a tener relación con cada persona que se acerque a mí, ni tú tampoco.
Mucho menos si ese acercamiento es a través de una red social y no hay absolutamente nada que nos una.
Que no es mi trabajo, y que dedicarles el tiempo que quiero y solo con quién quiero está bien. Está muy bien de hecho.
Que la admiración mal gestionada, y trasmitida, es muy, muy delicada.

Que no podemos creer que en cuatro fotos y textos está la verdad absoluta de la vida ni de la personalidad de nadie, ni confundir la amabilidad con el interés.
Que no puedes esperar la Luna de alguien que todavía no te ha tendido la mano.
Que en la reciprocidad está la clave del éxito en cualquier relación, sea de la índole que sea.
Y que en tu vida tiene que entrar quién tú quieras que entre, no quien desee hacerlo.
A veces se nos olvida lo expuestos que estamos con las redes sociales a que personas que no queremos que sepan nada de nosotros puedan hacerlo a través de ellas.
También lo fácil que es hacerse un perfil falso haciéndote pasar por alguien que no eres o que, directamente, no existe.
Lo peligroso que es eso de ‘bichear’; que levante la mano quien no lo haya hecho y alguna vez haya sufrido por ello, que le invito a unos churros.
Y que hay personas que las utilizan para hacer daño a otras porque la pantalla les protege, pero que en realidad carecen de la valentía necesaria para plantarse delante de ellas.

Las redes pueden ser, son, a veces una maravilla y otras una verdadera mierda.
Quien diga que sus redes están en todo momento exentas de toxicidad, miente.
Siempre va a haber alguien que te juzgue. Lo que haces y como lo haces. Hasta con quién.
Alguien a quien tu felicidad no le siente bien, le de coraje, como decimos aquí.
Que te tenga manía o tirria solo por lo que eres y por quién eres.
Porque en el fondo le encanta, y eso es lo que le viene grande.

Menos mal que lo que abunda es lo contrario, personas buenas y emocionalmente sanas que se quedan en tus redes porque lo que compartes les hace sentir solo cosas bonitas.
Que no esperan nada a cambio, igual que no lo espero yo de aquellas a las que sigo porque admiro lo que hacen o lo que son.
Pero lo admiro de verdad, sin tintes de nada.
Hay que aprender a decir que no, que hasta aquí.
Y entender que un silencio es, a veces, justo a eso. Un no.
No lo fuerces, no dejes que te fuercen.
Forma parte de esa paz y tranquilidad mental que todos nos debemos y merecemos.
Feliz viernes y, como siempre, un abrazo eterno.







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