Ensueño en el Botánico

Jardín botánico UGR
Jardín botánico de la UGR | Foto: Archivo

Un grafiti en la calle San Jerónimo. Dibujado en la esquina anterior a la Plaza de la Universidad, allá donde hay una librería especializada en libros de legislación y demás manuales de la materia. Dice, en caligrafía negra, “la poesía es un muerto tartamudo”. Al lado, a modo de firma, una “R” en exceso cursiva y sombreada pretende ser una marca de estilo.

Nadie parece necesitar aquella lectura. Al atardecer, el grafiti se dilata como somnoliento. Se trata de un agitar severo y continuo, como si se despegara de la pared, emancipándose del lector y el transeúnte. Una bruma cálida y mortecina que lo baña y borra su definición, instalándolo en la oscuridad.

Un día de julio, una mujer de pelo largo y cano, portaba una libreta con las solapas de cuero. Deteniéndose frente al grafiti, emitió un suspiro antes de dibujar una sonrisa tímida; es decir, la sonrisa de los melancólicos; una media sonrisa. Sacó una estilográfica del bolsillo, y copió; “la poesía es un muerto tartamudo”. Releyó, e hizo memoria para añadir; “Todo sería como tener ensueños y despertarse / Volviéndose a dormir y volviendo a soñar”, “De Paul Verlaine”. Cerró la libreta para darle algo así como un abrazo. Con indecisión miró a ambos lados y se dirigió hacia el callejón Postigo de Zárate.

Los universitarios que bebían en las terrazas de la Calle Málaga vieron cómo una mujer, poco antes del cierre, atravesaba la verja del Jardín Botánico con un libro marrón apretado al pecho.

Buscó asiento en una glorieta para volver a abrir el cuaderno por la misma página. A veces, levantaba la mirada y leía las etiquetas: “Anacyclus clavatus, Silybum marianum”. A su lado pasaban parejas de jóvenes que salían desde el interior del jardín. Las observaba con indiferencia, manteniéndose en su abstracción, como si fueran aquello buscado o requerido; luminosas formas que acudían al pensamiento. Gesticulaba y alzaba un brazo pesado, que pareciera moverse bajo el agua, para delicadamente acariciar la piedra del banco. Allí permaneció hasta el anochecer; con la compañía pasiva de los versos, hasta que un guardia de seguridad le pidió amablemente que marchara, que eran la hora del cierre y que no debía quedar nadie adentro. La mujer, sin dirigirle palabra, se levantó. Su vestido blanco estaba bañado por la luna. Los cabellos componían un efecto acuático. Una especie de medusa angelical tomó la salida del Jardín Botánico. El guardia la miró partir. Después, nos vendría muy inquieto. Contaba haber visto un fantasma.







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