Nuestro barrio: La Chana

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Imagen de un perro asomado en una ventana en La Chana | Foto: Claudia López
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Este enero hará dos años desde que vivimos aquí.

Dos años en los que han cambiado muchas cosas, algunas para no volver nunca a ser lo que eran y otras que desaparecieron durante un intervalo de tiempo para volver siendo ellas, pero en la mejor de sus versiones y que, espero, lo hayan hecho para quedarse ya por siempre.

Antes vivíamos en pleno centro, en una callecita que hay entre Camino de Ronda y Arabial. En un piso que, aunque llegamos a sentirlo muy nuestro y a quererlo, puesto que fue lo que nos permitió a Pepe y a mí vivir juntos en esa época de nuestra vida, sabíamos que nuestra estancia allí iba a ser pasajera, que teníamos los días contados y en el que, al menos yo, no llegué a ser capaz de desarrollar ese vínculo necesario con esas paredes para llegar a sentirlo hogar del todo. Es un barrio normal y corriente, con el bullicio y el ruido propio de cualquier barrio que está en pleno centro de una ciudad. Un barrio donde abundan los estudiantes y la gente joven dada la cercanía a las facultades, y también gente mayor que lleva allí toda su vida. Familias que hayan decidido vivir allí de forma definitiva, lo que menos.

Para nosotros era normal que nos despertaran las voces o la música de los estudiantes de enfrente a las tantas de la madrugada. El ruido del dueño del bar de pescado, que también daba desayunos, a las 6 de la mañana arrastrando las sillas para montar la terraza. Era normal tener que levantarnos corriendo para cerrar las ventanas porque entraba el olor a fritanga de la cocina de dichos bares y era cuestión de segundos que el piso se impregnara entero de él, a pesar de ser bastante amplio.

De las cucarachas en verano es mejor no hablar, pero maldecía su existencia una media de cinco veces al día, cada vez que me cruzaba con una. Siempre enormes y de un marrón feo que las hace más asquerosas todavía. Soy incapaz hasta de matarlas. Me dan el mismo miedo que asco.

De vecinos teníamos a la que, creo, era la única familia que vivía en el bloque, entiéndase por familia a un matrimonio con hijos. Sólo supe los nombres de las niñas de la cantidad de veces que la madre las llamaba a gritos, a Laura para que dejara de cantar y a María para que no molestara más a Laura. Pues, sin ánimo de ofenderla, señora, he de decirle que escuchar a su hija cantar era un orgasmo para los sentidos al lado de escucharla a usted gritar. Tiene una voz de estas que se te meten en el sentido y que retumba hasta en silencio. Eso y que su educación, la verdad, es que brilla por su ausencia.

Su salón daba a nuestro dormitorio y escuchábamos hasta el sonido de la cuchara chocar contra el plato cuando comían. Todo esto y algunas cosas más fue lo que nos empujó a buscar con ímpetu un piso nuevo.

Yo sentía que lo necesitábamos ya, que ese reseteo imprescindible al que todos nos enfrentamos alguna vez iba de la mano de un techo y unas paredes nuevas. Empezamos con la búsqueda.

Todas las mañanas me despertaba muy temprano, con una libreta y un boli a un lado y un café al otro dedicaba mínimo tres horas a buscar piso.

Un poco frustrante fue, no os voy a engañar. Lo que nos gustaba, se salía del presupuesto y lo que nos podíamos permitir, no nos gustaba.

Hasta que un día di con el anuncio de este piso. Un piso de tres habitaciones recién reformado del que sólo había una foto de medio salón y de uno de los dormitorios.

Llamamos a la inmobiliaria y resultó que el que lo gestionaba era un conocido de uno de mis seres de luz, Blanca. Ella le habló muy bien de nosotros. No aceptaban mascotas porque los inquilinos anteriores dejaban que su husky se hiciera pis en la terraza y le caía al de abajo. Aún así quisimos verlo.

Cuando Dani, que así se llama el chico de la inmobiliaria, nos abrió la puerta para entrar sólo nos hicieron falta 10 segundos para mirarnos y decir: este. Se nos olvidó hasta lo de que no aceptaban mascotas.

Cuánta luz, qué nuevo todo, qué cocina más acogedora. No habíamos encontrado algo ni siquiera parecido en relación calidad-precio.

A Dani creo que le caímos bien, y se lo transmitió a la casera, quién dijo que quería conocernos primero y ya luego veríamos el tema de los perros.

Fue un flechazo por ambas partes, la suya y la nuestra.

“La Trini”, que así es como nos referimos a ella, es nuestra casera, la dueña de este piso. Tiene un asadero a menos de cinco minutos andando y a veces nos trae pollito asado. Con ella también hemos tenido mucha suerte, la verdad.

Durante la cuarentena tuvimos la oportunidad de conocer a nuestros vecinos, al principio coincidiendo a la hora del aplauso (se me sigue encogiendo algo dentro cuando lo recuerdo) y después provocando esos encuentros en los balcones para charlar.

Vivimos en una calle peatonal, cosa que la verdad es que me flipa.

Los vecinos de al lado son una pareja que rondará los 50 años . Súper entrañables ambos. Se quieren muchísimo, y deben darse una media de 200 besos al día, como nosotros. Educados y respetuosos a más no poder. Él toca la guitarra y hay veces que me dan ganas de tocar a su puerta para acompañarlo con las palmas.

Los del otro lado son también pareja, algo más jóvenes. Ella, italiana, fue la que llamó el otro día a mi padre para que viniera a sacarme del cuarto donde me había quedado encerrada. Es ruidosa, se ducha siempre a deshora y con la música del móvil puesta, pero es agradable como ella sola. Anoche nos deleitó cantando en bucle una canción de Lola Índigo y nos hizo llorar de la risa. Gracias, vecina. Si nos cantas me da igual lo tarde que te duches.

Y luego está la abuelilla de abajo, a la que en un principio pensé que le daban pánico los perros, pero que con el transcurso del tiempo he entendido que simplemente no le gustan y que ella es bastante maleducada y tiene demasiado tiempo libre. Cada vez que la veo le doy los buenos días y le sujeto la puerta si coincidimos en el portal. Le cedo el turno del ascensor si ambas coincidimos y le sonrío. A día de hoy, no me ha devuelto ni uno de los saludos ni agradecido lo buena persona que soy yo con ella, modestia aparte. Cuando nos ve con los perros, empieza a murmurar y le cuenta a sus amigas que subimos a los perros en el ascensor.

El otro día coincidimos con ella y esta vez al menos tuvo la decencia de dirigirse a nosotros: “Mira, los perros en el ascensor no, eh”.

Ya exploté: “Mire, señora, es usted una pesada. Lleva cerca de dos años con el mismo tema. Y yo llevo el mismo tiempo haciendo caso omiso a lo que usted me dice. Voy a seguir montando a los perros en el ascensor siempre, le guste o no. Los perros no hacen nada, así que no pierda más energía en hablar de este tema. A ver si es igual de pesada con la gente que se sube fumando. Da igual lo educada que intente ser una con usted que no sirve de nada. Así que porfa, no me raye. Y si tiene algún inconveniente háblelo con el presidente de la comunidad y ya vemos qué pasa”.

El presidente de la comunidad es mi vecino el de la guitarra, que no tiene perro, pero ama a los nuestros.

Señora, es una batalla perdida. Saludos.

Ahora os hablaré de los vecinos de enfrente, con los que no compartimos bloque, pero nuestras terrazas dan al mismo sitio.

Justo enfrente vive una familia que nos ha ganado el corazón, formada por un matrimonio y dos hijos, uno adolescente y otro que acaba de cumplir la mayoría de edad si mal no recuerdo.
Tienen dos perros: Dark, que es negro como el tizón y más grande que Goku, y Yaco, que es un chihuahua miniatura.

Dark se asoma al balcón para saludarnos y si es de noche, no se le ve. Cuando me cruzo con él en la calle se hace pis siempre de la emoción. Lo amo y me ama.

El nombre de ella no lo recuerdo, y eso que creo que nos tenemos hasta en Whatsapp. De tanto llamarnos “vecinas” lo de hacerlo por nuestro nombre ha pasado a un segundo plano. Tenemos pendiente una cerveza y un paseo perruno aún, pero lo de sonreírnos con cariño cada vez que nos vemos lo cumplimos a rajatabla.

Luego están los de abajo, Olga y Álex. Cuando llegamos al barrio, ella estaba embarazadísima y ahora ya son muchos los desayunos que hemos compartido con Marcos en brazos, el bebé. Olga y yo ya hemos pasado de nivel; dejamos de ser vecinas para ser amigas. Hemos reído y llorado juntas, compartido secretos y pasado bastante tiempo juntas, aunque menos del que me gustaría. Ahora están en el pueblo y echo de menos hablar con ella mientras tiendo la ropa.

La Chana es un barrio que está mínimamente alejado del centro, que nunca nos llamó la atención y donde ahora tenemos claro que viviríamos siempre.

Un barrio humilde, donde convivimos personas de todas las nacionalidades y todas nos respetamos.

Lleno de perros, el paraíso de Vegeta. Con un paseo agradabilísimo para soltarlos justo al lado.

Muchas veces bromeamos con decirle a Trini que nos venda el piso, y la verdad es que se lo compraríamos sin pensarlo.

Tenemos negocios de todo tipo alrededor: el súper a menos de un minuto andando, cafeterías de las que me gustan a mí, horteras y antiguas, pero con un café exquisito; herbolario, estanco, librería, carnicería, ferretería, tiendas de ropa… Todo a escasos minutos de casa.

Con paradas de autobuses a una calle y la del metro a siete u ocho minutos.

Donde aparcar nunca es un problema.

Con el mercadillo de los miércoles también a dos calles.

La Chana es, este sí, nuestro barrio.

Sientes un lugar tuyo cuando en él puedes ser tú en todas tus facetas, cuando subes la persiana y sonríes dando gracias por estar donde estás.

Y esto es justo lo que nos pasa a nosotros.

Yo soy mucho de pensar que la suerte existe, pero que a veces hay que buscarla, provocarla. Y que nosotros nos la merecíamos porque pusimos mucho empeño en que así fuera.

Estas paredes que nos habitan ahora nos han visto reventar de amor, también de pena alguna vez. Celebran con nosotros cada día la suerte de tenernos y cuando la tregua ha sido necesaria también nos la han dado.

Gracias, Chana, por sacar lo mejor de mí. Por acogerme como lo has hecho.

Por ese saludo diario con tu buena gente.

Por el desayuno con Olga y Álex.

Gracias a ti, Domingo, por ser el mejor camarero del barrio y hacer que nos enamoremos de tu café y tu profesionalidad. Dáselas a tu compañero también y pídele perdón por no acordarme de su nombre.

Te queremos, Chana, a ti y al cantar de tus pájaros, a ti y al silencio que nos aportas cada noche al dormir.

Y gracias a ti, mi amor, por luchar a mi lado por seguir disfrutando de esto cada día de nuestras vidas. Sea donde sea.

Porque mi barrio siempre será aquél donde estéis tú y los perros.

Y si es aquí, mejor.

Os abrazo virtualmente con una semana de retraso, pero es que la segunda dosis de la vacuna me tuvo dos días hecha añicos.

Gracias por estar siempre.

 







Comentarios

Un comentario en “Nuestro barrio: La Chana

  1. Que bueno que el cambio haya sido tan bueno. nosotros nos mudamos hace un mes y algo y la verdad que a mejor , quitando al vecino de enfrente que en las dos primeras semanas nos dijo que había estado a punto de llamar a la policía por dejar nuestro coche en nuestra propia puerta , vaya bienvenida .

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