Carta a mi abuela

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Pabe, abuela de Claudia López | Foto: Remitida
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17 de marzo de 2021.

Hola Pabe.

Cuánto tiempo sin escribirte una carta, ¿eh?

Creo que lo último que te escribí fue una nota en la pizarra que tenías en la nevera de tu casita, cuando aún eras independiente y podías vivir sola.

Hace más de un año que estamos inmersos en la pandemia. Desde entonces, solo te había visto una vez; fue en el hospital, hace 7 meses, cuando te partiste la cadera y estuviste una semana ingresada.

Sí, Pabe, te has partido la cadera tres veces, aunque tú no te acuerdes.

El primer día fuiste capaz de decirme que me querías, así, del tirón: “Te quiero”.

El segundo, el día previo a la operación, nos dijeron que debíamos hacernos a la idea de que una persona tan mayor como tú, con una demencia como la tuya y que colecciona tantas operaciones de cadera, era prácticamente imposible que pudiese superarlo sin que afectase de manera directa a su autonomía, a su carácter y a su memoria.

Desde el tercer día hasta el último tuviste que estar atada.

Sí, Pabe, atada, porque estabas recién operada y tú ya querías levantarte de la cama.

Tu mirada cambió. Igual de transparente y oceánica, pero perdida.

Te mentiría si no te dijera que sentí mucho miedo al escuchar a los médicos decir eso y verte a ti así.

Saliste del hospital, volviste a la residencia y yo a la pesadilla de no poder verte ni olerte.

De despertarme sumando un día más. De temblar al sentir que me estoy acostumbrando a toda esta mierda. Y que, si lo hago yo, ¿cómo no lo vais a hacer tú y tu dispersa cabeza?

Hoy he vuelto a verte. Y qué bonita estabas, Dios mío... Qué bonita.

Me he puesto delante de ti y me has reconocido al momento.

Me has tocado la carita con esas manos que tanto han luchado y ayudado a lo largo de la vida.

Te he besado tus pecas, que son las mismas de siempre, y aunque tus dedos puedan parecer más frágiles, nadie sabe la fuerza con la que me has agarrado la mano.

"Que cuando acabe todo esto, hija mía, te seguiré reconociendo, te lo prometo".

Eso ha sido lo primero que me han dicho tus ojos cuando me has mirado, y yo me voy a aferrar a ello como si fuese la única posibilidad válida.

Como si tu demencia, de aquí a que llegue ese momento, nos hubiera prometido a ambas dejar de correr, tomarse un respiro y dárnoslo a nosotras en forma de vida y besos y risas.

Y, ¿sabes qué, preciosidad? Estoy segura de que así será.

Vaya llorera, ahí, en mitad de la calle. Hemos reído y llorado a la vez, Pabe.

Llevo unas semanas de muchos cambios, de muchas lágrimas también.

Tú me enseñaste que, a veces, llorar es el único modo de deshacernos de ese nudo que se te coge en el pecho y que parece que te va a ahogar.

Que no nos hace más débiles, nos hace más reales.

Y en ello estoy, afrontando la hostia de realidad con la que me he topado a la vez que me despierto cada mañana un pelín más fuerte.

No tienes nada de qué preocuparte, Pabe. De verdad. Es solo que las cosas del corazón son complejas. Eso también me lo enseñaste tú.

¿Te acuerdas cuando mi primer amor empezó a pasar de mí?

El que tú decías que tenía dos olivas por ojos.

Mientras me consolabas y sonreías tímidamente, y enredabas tus dedos en mis rizos, me recordabas que de amor nadie se había muerto nunca. Que de pena, sí; pero de amor, no.

Siempre tan sabia.

Ahora estoy trabajando repartiendo comida a domicilio, ¿sabes?

Me tenías que ver con el traje, que pesa lo mismo que yo, con el casco que me aprieta los mofletillos y solo se me ven los ojos.

Tendrías que ver a tu hija también suplicándome al principio que no cogiera el trabajo, que le daba mucho miedo.

Ahora que sabe que la moto no pasa de 40 ya no tiene tanto miedo.

Está bien, se me pasan los turnos volados, Pabe. Creo que la gente se enternece al verme llegar con la pedazo de moto y la maleta de la comida. Casi todos sonríen, como cuando ves algo que te enternece y te da penilla a la vez.

Supongo que este trabajo sigue considerándose de hombres.

Qué sandez.

También estoy opositando y escribiendo una columna en un periódico.

Sé que si lo supieras me dirías a diario lo orgullosa que estás de mí. Sé que lo estás, aunque no me lo digas.

Me faltan horas en el día para todo menos para pensarte.

Cuando todo vuelva a ser normal y podamos llevarte a casa cuando queramos, pienso hacerte reír hasta acabar las dos tiradas en el sofá sin entender de qué nos reímos y entendiendo que el amor es eso, justamente eso.

Tenerte a mi vera.

Que me beses los tatuajes.

Que me toques los ojillos como diciendo: son como los míos.

Verte sonreír y sentir que la suerte está de nuestro lado.

Y que tú te mereces toda la del mundo porque no has parado de luchar nunca.

He asumido que tus recuerdos ahora nos pertenecen a nosotros y he aprendido a vivir con ello.

Cuando te vea te recordaré cuantas veces has intentado enseñarme a bailar sin éxito las sevillanas.

Lo que nos gustaba dormir juntas.

Lo inolvidable que fue aquella noche en Isla Cristina; yo tenía 8 años; tú, sesenta y pocos.

Dormíamos en braguitas las dos, con la puerta cerrada del todo y la ventana abierta.

Escuchábamos la radio. Hacía tanto calor que no podíamos dormir.

Oímos un ruido fuera, como en el patio.

Dejó de oírse.

Al minuto volvió a escucharse.

Tú te sentaste en la cama, como cada vez que pasaba algo que no terminabas de entender.

Yo me senté a tu lado.

De repente, una mano te agarró el cuello desde fuera.

Era Diego, tu nieto, mi hermano. Siempre ha tenido un humor muy especial.

Nuestros gritos debieron de oírse en toda Huelva aquella madrugada de verano.

Fuiste, sigues siendo, mi confidente número uno. Nunca le contaste a mamá que mi primer cigarro me lo fumé en tu casa y no en la suya.

Fuiste, eres, mi amiga.

Serás siempre el ejemplo más claro de vida con el que me he topado nunca.

Te echo de menos a muerte, Pabe. Nunca te he echado tanto de menos.

Espérame, porfa.

Yo mientras voy a darle la espalda a la desidia que me ha acompañado estas últimas semanas.

Voy a empaparme de la luz del sol, que al final es la que nos hace destellar.

Voy a acordarme de ti, levantándote y andando como ahora.

E iré a decirle al médico que, una vez más, mi abuela es un milagro.

Prometido.

Te quiero, nunca sabrás cuánto.







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