El hater

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Imagen ilustrativa
Martín Domingo
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Tengo un hater. No, mamá, no es un ratón de los que dan vueltas sin parar, frenéticamente, dentro de una rueda. Los que tú dices son los hamsters, esos simpáticos roedores que, al parecer, en español se llaman cricetinos.

El mío es un hater o, lo que es lo mismo, un odiador cibernético, un tocapelotas tres punto cero. Uno de esos individuos que se esconden tras un nick en la plataforma del pajarito, el sótano de Zimbardo en el que todo miserable encuentra refugio y la buena gente se vuelve mala por contagio.

Si el paraíso de los perros está lleno de pelotas de tenis, el cielo del columnista es un hashtag venenoso petado de comentarios ofensivos escupidos por miles de individuos con mala baba y mucho tiempo libre. Esa es la señal inequívoca de un éxito incontestable.

La valía de un articulista la definen la cantidad y la categoría de sus enemigos pero, para mi desgracia, sólo tengo uno y de medio pelo.

Nada me gustaría más que poder exhibir con orgullo a mis detractores, como hacía Camba con los suyos. Lucirlos ante al director del periódico como un signo de distinción y de prestigio.

Pero mi único enemigo es, para más inri, huérfano de talento y apagado de brillos. Y, sin embargo, es mi lector más fiel, el que me sigue con más interés. No pierde oportunidad de reconvenirme y raro es el día que no me afea la conducta por algo que he escrito o dejado de escribir.

A menudo, sus reproches ceden a la tentación de la vulgaridad o se deslizan hacia el sumidero de la insinuación maledicente, pero cuando me siento a escribir, no puedo evitar tenerlo siempre presente, como si estuviera pasando lista en la vieja escuela nacional-católica.

No se me escapa que mi antagonista tuitero es un ejemplar único, una tortuga boba a la que, por mi bien, debo cuidar y proteger. No me gustaría que se molestase por no haberlo irritado lo suficiente y acabara yendo a desovar a otra playa menos templada. Debo admitir que confío secretamente en que se reproduzca por estos lares y nuevas criaturas contribuyan con sus invectivas a prestigiar mi columna.

Además, yo no soy de los que se disgusta por una mala crítica: me ufano de saber encajarlas con elegancia. Y si llegara a tocarme mucho los cojones, siempre queda la posibilidad de contratar un par de sicarios que reduzcan al hater al tamaño de un cricetino.







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