De lobos y corderos

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Foto: Archivo
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Conforme Nacho ha ido creciendo, voy mirando con recelo todo lo que le rodea. Lo bueno y lo malo, lo mediocre y lo nauseabundo, lo profundo y lo descentrado, la maldad y la inocencia, el uno y el menos uno… los lobos y los corderos. Cada vez que escribo de él en mi ordenador, una parte de miedo se esconde bajo el impulso de cada letra. El temor a crecer, quizás, aún no sé si más el suyo que el mío, el temor a que le hagan daño, a lo desconocido, a que detrás de una persona en el muro no haya nadie, a que lo engañen, a que nada sea real… a que los corderos se conviertan en lobos, y los lobos en más lobos aún…

Algún día aprenderé a madurar por la sonrisa de Nacho o su gesto cómplice cuando trata de engañarnos, del niño no niño que comienza a ser mientras su madre y yo apenas si nos percatamos de ello. O nos engañamos el uno al otro para que nunca llegue el momento.  Del niño que comienza a pedir su cuota de libertad, del que nos mira y a la cara nos suplica que le dejemos crecer de una puñetera vez, del que teme nuestra reacción cuando nos diga que cuando se acuesta en la cama comienza a pensar en chicas…  y a veces hasta le cuesta trabajo dormir pensando en ella…

En ese aferrarme a la vida, en ese mirarle a los ojos y pedirle por favor que no crezca más, que se quede ahí, que podemos ser felices como estamos; en ese aferrarme a la vida, me doy cuenta de lo egoísta que fui con Nacho. Que lo de Nacho es una banda sonora donde dos notas nunca fueron iguales, y en las que cada vez que el día pasa, él escribe con mejor  y más atinado pulso que yo… que ya casi no necesita preguntarme ni apoyarse en mí… a fin de cuentas, lo que a estas alturas me depara la vida con Nacho es una excusa, una triste y desacompasada excusa; la excusa para no crecer, para quedarme un poco más, para agarrarme a esa vida que una tarde soñé en un repintado pupitre del seminario menor…. Mi mundo, como el Principito…

Algún día deberemos madurar y ofrecerle cuanto nuestros padres dieron al quinto de siete, que soy yo, y a la quinta también de ocho, que es Piti. Algún día, mientras seguimos durmiendo, que no soñando juntos, nos miraremos y apenas sin hablar, aplicaremos con Nacho la ley de vida y el capítulo de crecer, de irse, de buscar y encontrar con quien seguir creciendo. Y ese día, el que descubramos que ya no somos tan útiles como creíamos, el de los veinte cumplidos en adelante, ese día será el día en que, siempre con ternura, nos miraremos, y, como el conejo de la suerte, nos diremos: “Eso es todo, amigos”.

Hasta ahí. Esa será la tarde, el anochecer en que, Dios quiera que con nuestras manos aún juntas, nos dedicaremos a ver en una película cómo todo pasa, cómo todo se va, como el otoño dura los trecientos sesenta y cinco días del año, como los momentos son tediosamente iguales… pero ese día… ese día, Piti, ese día espero que los dos volvamos a soñar juntos.

Por lo demás, disculpen que estas líneas las titule “de lobos y corderos”, cuando al terminar de escribir hubo mucho de corderos. Y nada de lobos.







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