Toc , toc… ¿se puede?

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Hace dos meses que no me dejo caer por aquí. Supongo que es el cariño de tantos años que me tiene Juan, y su empatía, los que me permiten que siga aquí, que vuelva, porque, sinceramente, no sé cómo no me ha quitado ya mi puesto de columnista.

- “no te olvides de nosotros”-, me escribió.

Y lo peor es que creo que he pensado en esta columna pendiente casi cada día desde que se me pasó la última fecha de publicación. Le pedí disculpas, las aceptó con todo el cariño del mundo y me dijo que me tomara el tiempo que necesitara, una vez más.

Estos dos últimos meses nos ha acompañado en casa una situación agridulce que cada día se tornaba de una forma distinta. No voy a compartirla por aquí porque no (me) corresponde, pero si a eso le sumas la vuelta al trabajo en plena campaña de Navidad (recuerdo que trabajo en un centro comercial), el resultado es esta desaparición casi forzosa a la que tuve que rendirme.

Ahora está todo bien, en casa, fuera y dentro de mí.

Con el apartado de notas del móvil a rebosar de ideas sobre las que escribir y algo que deseo con todas mis fuerzas que acabe convirtiéndose en mi primer libro cociéndose en este mismo ordenador. La baja me dio para mucho, y muy bonito.

Me siento expectante ante este 2023 al que presiento bastante intenso.

También tranquila, fuerte y con una paz interior que hacía años que no tenía y que he echado mucho, muchísimo de menos.

Sin ningún miedo a los posibles cambios que puedan estar por llegar, y a la ausencia de ellos tampoco.

Lo que tenga que ser va a ser.

Si tuviese que definir al 2022 con en una sola palabra, sería luz.

No ha sido un año del todo fácil, pero sí decisivo.

De mucho aprendizaje, forzoso y voluntario, de muchas decisiones y todas importantes.

Ha sido el año de cerrarle la puerta a la ansiedad, y de aprender que, cuando toca a tu puerta, es porque algo quiere decirte.

Que lo más dañino que puedes hacerte es obviarla e intentar lidiar con ella sin la ayuda o las herramientas necesarias.

Que, en abrirle la puerta, en abrir puertas que tememos abrir, es donde está a veces la clave.

Y otras, en cerrarlas y echarles el pestillo por mucho que detestemos las despedidas definitivas, forzosas también algunas.

2022 me ha traído y devuelto a personas que me han regalado, lo hacen a diario, la posibilidad de poder ser plenamente yo. Pensad en la importancia de esto. En cuántas veces nos privamos de mostrarle alguna faceta nuestra incluso a las personas que más queremos y nos quieren. Por vergüenza, por miedo a ser juzgados.

Y en esto es en lo que yo quiero centrar toda mi energía este año, en dejarme ser, aunque con ello me exponga a la posibilidad de poder perder cosas o personas; yo ya me perdí, a mí misma digo, y eso no va a volver a pasar.

Supongo que en cierto modo no dejarnos ser es precisamente eso, perdernos.

2022 me ha traído a Leo, mi sobrino, un bebé rebosante de luz que nos ha llenado a todos de cosas preciosas y que curó con su primer llanto alguna que otra herida que no terminaba de cicatrizar. Ahora están cerradas, y las cicatrices casi invisibles, como las de mi pecho.

Experiencias como formar parte del rodaje de una serie de la que ya hablaré largo y tendido, y de la que este periódico tiene conocimiento, firmar mi primer (y único) contrato de influencer por esto de tener unos rizos sanos y un estilillo curioso y visitar ciudades preciosas a las que estoy segura que volveremos.

Al 2023 no le pido mucho. Que los míos estén sanos, que sigamos siendo 5 en Noche Vieja y no 6 porque hayamos decidido que es mejor no llevar a mi abuela a casa y no porque no esté. Que mis padres descansen, de una vez por todas. Que disfruten, y sigan envejeciendo a mi lado por muchísimos años más.

Que, cuando mi hermano esté del todo bien, nos vayamos los 4 por ahí de viaje. Como antes. Y cantarles canciones de Laura Pausini o Enrique Iglesias y que se rían de mí como cuando era pequeña y yo me enfadaba muchísimo.

Ahora prometo unirme a la risa, que no está la vida para enfados. Además, ahora mamá dice que canto muy bien. Y no sé si es verdad o no, oído tengo algo, pero voz poca. Lo que si es cierto es que canto a diario, que hasta hace poco me daba muchísima vergüenza hacerlo delante de nadie, tan siquiera de Pepe, y que ahora me da cada vez menos y disfruto más. Que se lo pregunten a Encarni, mi entrañable vecina, porque si yo oigo la risa de su bebé ella por narices tiene que oírme a mí cantar cuando estoy sola.

Al 2023 le pido seguir manteniendo la capacidad de abrazar a la tristeza cuando me habite, de querer a las personas como me nace de dentro y no por cómo ellas me quieran a mí. Porque, ya deberíamos haber aprendido la lección, esto del amor, da igual de qué vertiente hablemos, no se trata ni de una competición, ni de un pulso, ni mucho menos de una guerra de egos.

Y que si la forma de querer de otros me hace daño, pues entonces elijo intentar dejar de quererlas yo, pero que si decido hacerlo sea porque me hace bien y no porque la otra persona me tenga que querer como yo lo hago. Creo que me he explicado fatal, pero en mi cabeza sonaba genial.

Le pido poder seguir durmiendo del tirón, que a mis perros pueda faltarles en un momento dado cualquier cosa menos salud y que el olor de Pepe al despertar siga siendo mi favorito de entre todos los olores del mundo.

Y hasta aquí. Alguna que otra cosa más le pediría, no os voy a engañar, pero desde el año pasado intento ser cauta y realista con mis expectativas y la verdad es que no me ha ido mal. Gracias, por esperar y por estar. Y gracias, Juan, por ser tú. Vuelvo fuerte, tanto como el abrazo que os mando.







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