Cuentos de Navidad

(Examen 1ª Evaluación: 10 puntos)

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Soy profesora de Informática en un instituto de Granada y aquí también llega la Navidad. Pero antes, los exámenes. Uy no, perdón, las pruebas escritas. Bueno, dejémoslo en pruebas, para nuestros sufridos alumnos... y alumnas (que haberlas, haylas). Y me pongo a preparar la prueba según la nueva normativa. Para mi módulo (anteriormente llamado asignatura, pero no lo puedo decir, vaya a que nos confundamos) hay 19 resultados de aprendizaje y 50 criterios de evaluación (nada más para los tres primeros temas, que aún estamos en el primer trimestre). Me pongo a hacer cuentas y resulta que, si pongo cinco preguntas que abarquen la mitad de los criterios de evaluación para los seis primeros resultados de aprendizaje de esta prueba, por 20 alumnos, me salen 15.000 registros que tengo que llevar para poder evaluar 'correctamente'. Ummm... No, espera, me he debido de equivocar y vuelvo a tirar de calculadora. Me pongo a calcular y recalcular, a mirar programaciones, leyes, preguntas, notas, número de registros y me entra un sudor frío que me recorre la espalda. A punto de que me falte el aire y la tensión alcance el techo de la casa, me pongo a reflexionar. ¿Cómo le voy a explicar yo a mis alumnos, cuando revisemos las notas, cada uno de los 750 registros que tengo que llevar? Tan sólo invertir 30 segundos en cada uno me llevaría 375 minutos de revisión. Un total de 7.500 minutos para una sola clase (a la otra mejor ni le hago examen, porque va a ser que no me da tiempo).

Desanimada y a punto de salir desquiciada para siempre con tanto número y tanta programación, salgo a la calle para poder respirar aire fresco y que las paredes no se me caigan encima. Mientras ando por las calles de mi preciosa Granada recapacito y pienso que, a lo mejor, los políticos tienen razón y no hay que hacer exámenes, digo pruebas escritas, a los alumnos porque, total, ellos sólo necesitan saber programar. Total, aplicando las flipped classroom y el aprendizaje basado en proyectos (ainsss, ¡Qué bonito me ha quedado!) puedo desarrollar esa capacidad, ¿no? ¡¡Estupendo!! ¡Qué bien se lo van a pasar mis alumnos! ¡Qué alegría tener un trabajo tan lindo! Y me voy tan contenta de vuelta a mi casa, con los pies ligeros, la cabeza despejada, la mirada llena de ilusión y un pan debajo del brazo (que todavía no he hecho la comida).

En el camino hacia mi ansiado hogar me cruzo con dos chicas que se están haciendo un selfie y una de ellas reprende a la otra porque ha salido con la cara demasiado 'daleá' y, aquí, sonrío y pienso en esa profesora de Lengua que, probablemente, estaba tan agobiada como yo y pensó en no poner un examen a estas criaturas para que el agobio de la ignorancia no recayese sobre ellas. A los pocos minutos entro en una preciosa tienda y la dependienta me dice que espere porque se está limando las uñas y hablando a la vez por teléfono con una amiga suya y pienso en los profesores de comercio que, por una vez, tampoco pusieron un examen. Me doy la vuelta e intento comprarme una falda negra que está rebajada y salgo agotada tras tenerle que explicar a la chica que el descuento marcado no se corresponde con el precio que me quiere hacer pagar.

Desanimada, emprendo de nuevo mi marcha y me cruzo con un chico que le está comentando a su colega que "¿para qué demonios tiene que saber él dónde está La Rioja o qué son los átomos?" Y aprieto el paso deseando (más bien rezando) para que a este chico no le dé nunca por ser médico o alguna profesión de la que dependa alguna vez mi vida.

Y, por fin, vuelvo. Vuelvo con paso firme, certero, lleno de resolución. Ahora sí lo tengo claro. Ahora me despojo de todos mis miedos y sé lo que tengo que hacer. Voy a hacer que mis alumnos trabajen, aprendan y sean los mejores programando. Y, para eso, necesitan exámenes o pruebas o como quieran los políticos llamarlo. Pero soy yo la que los evaluaré y lo haré con sentido, con cabeza… Porque para eso llevo 25 años enseñando, que son muchos más de los que cualquier político haya estado en una clase. Y, por ello, quizás no sepan que los profesores son los que mejor conocen a sus alumnos, los que más los entienden, los que mejor saben qué necesita cada uno de ellos, los que 'se atreven' a evaluarlos y lo hacen de una forma justa y objetiva, pero siempre pensando en prepararlos lo mejor posible para que sepan defenderse y realizar un trabajo del que puedan estar orgullosos.

Y lo hacemos, a pesar de tanto papeleo inútil, con una sonrisa en la boca. Porque los queremos y queremos lo mejor para ellos. Porque nos apasiona enseñar y porque siempre tendremos "cinco minutitos más, seño" para que ellos salgan más preparados, más confiados y fuertes: mejores.

Rut Galera Mendoza