¿Qué no te gusta de ti?

Pregunté a mis seguidores de Instagram qué era lo que no les gustaba de ellos mismos y me hizo feliz ver que había más respuestas aludiendo a los rasgos de personalidad que a los físicos

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A día de hoy, mis inseguridades y la imagen irreal de mí misma que ellas y yo construimos un hace ya son mis únicos enemigos | Foto: Remitida / C. L.
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Hace unos días les pregunté a mis seguidores de Instagram qué era lo que no les gustaba de ellos mismos.

Hubo respuestas de todo tipo, pero me hizo feliz ver que había muchas más aludiendo a los rasgos de la personalidad que a los físicos.

También sentí un poco de pena ver, recordar, que una parte de nuestro cuerpo que nosotros no hemos elegido que sea como es pueda generarnos rechazo hacia nosotros mismos.

Eso nunca debería ser así. Me aplico el cuento, por supuesto.

Os dejo por aquí algunas de las respuestas:

- No confiar en mí misma y tener miedo a mis miedos.
- Mi incapacidad para expresar los sentimientos más dolorosos.
- Mi timidez que, a veces, se confunde con antipatía.
- Mi pecho.
- Mi hipocondría.
- Ser complaciente con algunas personas que no lo merecen.
- Mi autoexigencia.
- Ser optimista con los demás y muy pesimista conmigo misma.
- Lo complicado que me resulta ser constante.
- Soy más 'desordená' que el copón (esta me encantó).
- Mi barriga.
- Mis manos.
- Mi panza y mi pereza.
- Me cuesta sumir los errores
- Que casi siempre tengo un moco en la nariz (esta es de una de mis mejores amigas, no podía ser de otra manera).
- Todo.
- Yo.
- Ahora mismo estoy en la mierda, así que todo.

Si soy sincera conmigo misma y, con vosotros, me he sentido identificada con la mayoría de estas respuestas en algún momento de mi vida, presente incluido.

Odié mi pecho, mi barriga, mis manos. Mi incapacidad de lidiar y expresar el dolor de algunas heridas. Me sentí en la mierda más profunda y detesté todas y cada una de las cosas que hacen de mí lo que soy.

Fui complaciente con personas que no lo merecían y creo que, ahora, aunque menos, sigo siéndolo. Supongo que es mi maldita naturaleza, intentar complacer al que tengo cerca.

A día de hoy, mis inseguridades y la imagen irreal de mí misma que ellas y yo construimos un hace ya son mis únicos enemigos.

Soy consciente de su existencia, del dolor que pueden llegar a generarme, de que aparecen y me tocan, aunque no me hundan, mucho más rápido de lo que se van; de lo pequeña que pueden llegar a hacerme, del peso que tienen para invalidarme y hacerme sentir no merecedora de algunas de las cosas bonitas que me pasan.

Muchas personas me han dicho que aparento ser todo lo contrario, una tía decidida y segura de sí misma, con autoestima alta y un carisma que invita a pensar todo esto que acabo de decir.
Otro recordatorio de que juzgar por la apariencia es un groso error. Siempre lo ha sido.

Ha sido mucho el tiempo que he odiado ser así, la facilidad y rotundidad con la que me he considerado una persona insegura. Lo sigo haciendo, con la diferencia de que ahora me siento más fuerte que nunca (porque sí, se puede ser insegura y fuerte).

Mucho el tiempo que me ha costado reconocer abiertamente que sí, que me importa lo que los demás piensen de mí la mayoría de las veces, en la mayoría de los contextos. Que llega a condicionarme, aunque creo que ahora tengo las herramientas suficientes para evitar que lo haga del todo. Tendemos a decir que no nos importa lo que piensen de nosotros, pero si hacemos examen de conciencia, sabemos que esto, la mayoría de las veces, no es del todo cierto.

A día de hoy, y mi trabajo me ha costado y me cuesta (y mi terapia, y mis lágrimas, y mi insomnio, y mis suspiros…) no puedo decir que mi inseguridad sea algo que no me guste.
He entendido que no es cuestión de que me guste o no, sino de aceptarla o no hacerlo.

Y yo, la acepto. Y la abrazo.

También suelo ser más optimista con el resto de las personas que conmigo y ver mucho más rápido lo bonito que hay en ellas que lo que pueda haber en mí misma. Esto ha sido así desde que tengo recuerdos y me temo que, con más o menos fuerza, me acompañará siempre.

Estas dos cosas sobre las que acabo de escribir, mi inseguridad y mi optimismo innato, pero injustamente repartido, al final son rasgos de mi personalidad que me llevan acompañando y definiendo 34 años; detestarlos sería, en cierto modo, detestarme a mí misma.

La diferencia entre antes y ahora es que antes rechazaba a la Claudia insegura, solo me detenía en ella para machacarla y ahora la acepto y si me detengo, es para trabajarla.

A pesar de lo que pueda aparentar (vuelvo a recordar la importancia de no cometer el error de creer saber cómo es alguien sólo por lo que muestren sus redes sociales), hay muchas cosas de mí que no me gustan. Otras muchas que sí, pero esas las dejaré para otro momento u otra columna.

No me gusta mi impaciencia, lo pedante que puedo llegar a resultar cuando quiero algo y lo quiero ya. Tampoco lo difícil que me resulta, a veces, parar, y también soltar.

No me gusta la facilidad con la que recurro a palabras malsonantes para desahogarme ni lo rápido que me siento a veces fallada.
Detesto acomodarme en la ansiedad cuando quiero hacer algo y ella me impide llevarlo a cabo.

Lo dura e injusta que soy conmigo misma la mayoría de las veces y lo transigente que resulto con los demás.

No me gusta mi voz, ni el colmillo del lado derecho. Tampoco mis manos ni mis rodillas.

Esa arruguita cerca de la ceja ni mi tendencia a reparar en ella.

Cuando me miro al espejo, tengo que hacerlo más de una vez para validarme. Esto tampoco me gusta.

Y así, hablando sobre cosas que no me gustan de mí, podría continuar otras 970 palabras más.

Al final va a ser cierto eso de que la persona que más daño puede hacernos muchas veces es uno misma.

Pensadlo. Miraos al espejo e intentad reparar ahora en todo eso bueno que tenéis, que seguro que es mucho. Y no lo olvidéis, no olvidéis lo que también sois.

Yo voy a hacerlo, a ver si soy capaz de aquí a la próxima columna, hacer una lista igual de larga de cosas que me gustan y enorgullecen de mí misma.

¡Abrazo grande!