Conversaciones de terraza (de verano)

Terrazas en Granada
Una terraza de verano en el centro de la capital | Foto: Archivo / Antonio L. Juárez
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La tarde ya iba vencida en el fin de julio. El calor del día anunciaba otra noche de esas que ahora llaman tropicales y los cuerpos de aquellos chicos, a esa hora, estaban más bien desparramados que sentados en las sillas de una terraza. Muy juntos, pero cada uno a su negocio con el móvil. Se sentía en el ambiente que todo era lento (slow, le dicen). Los coches iban lentos, los que cruzaban la calle también, las conversaciones que vas agarrando de aquí y de allá… Llevaba prisa uno que iba con una sandía tremenda en las dos manos; uno pensaba a donde iría, a esa hora, con tanta prisa, con ese pedazo de sandía…

Había apretado el calor todo el día y aunque la desidia encontraba su sitio habíamos conseguido sacar adelante más o menos la faena del día. La cabeza, a esa horas, no daba para mucho más que la de hacer conjeturas muy sencillas sobre cualquier cosa.

Seguro que hacía como 35 grados. Calma chicha. No se movía una hoja. En aquella terraza, a aquella hora, todas las mesas ocupadas. Mirando las caras de la gente se podía pensar que dejaban pasar el tiempo sin el arrojo suficiente para salir de esa especie de oasis, en el desierto implacable del que estábamos rodeados.

De repente, irrumpió una persona más en aquel grupo mixto (omito el sexo como forma de ir entrenando el lenguaje apropiado de ese futuro que ya es presente). Llegó con alegría llevando en la mano dos o tres rosas. El momento rescató a todos los que estábamos en esa estampa de pereza que barría toda la calle y nos obligó a mirar hacia ella (vaya, se me escapó). A los del grupo también los espabiló y se vieron obligados a levantar la cabeza del móvil. La del “manojo de rosas” (no me estoy refiriendo a la protagonista de la zarzuela) miró a la otra persona la cual, a su vez, le devuelve la mirada con sonrisa cómplice. Entonces se fue derecha a ella y le espetó con pasión: “Toma: tu puto regalo”. La persona que recibía el regalo, arrobada, la abrazó y besó sin guardar la distancia de seguridad. Fue un momento romántico, aunque no lo parezca.

Los del grupo, así como la pareja, se entregaron a una breve charla en donde se podía escuchar mucho lo de “puto, bro y pro”. Empezaron a tirar fotos que imagino acabarían en las redes sociales, la charla al poco cesó y fueron volviendo al móvil para seguir con su quehacer el resto de la tarde. Juntos estaban, pero muy distanciados. Ni que decir tiene que el mensaje que se lanzaron las del regalo me asombró por su parquedad y corto vocabulario. Lo definiría como un exabrupto de amor.

El momento arrancó alguna sonrisa en la concurrencia. Nada muy reseñable. Ni aplausos ni nada, que no estaba la tarde para hacer esfuerzos de esos que hacen que te abandone el desodorante.

En otra mesa se iniciaba una conversación. Con prestar atención intermitente se podía seguir. Se quejaban los de la tertulia de que el que se va de un club dice que no se quiere ir y llora. Vamos, que tiene que llorar. Y decían que entendían que el que lleva muchos años en un club pueda emocionarse un poco, pero es que ahora se apunta al llanto hasta el que lleva cuatro ratos. Debe ser que el finiquito está condicionado. Lo que más molestaba a los de esa tertulia es que por la mañana lloran al dejar el “club que me ha dado todo y yo a él lo mismo”, para por la tarde estar besando el escudo del otro equipo al que ha marchado diciendo “que este es el club en el que siempre he querido jugar desde niño”.

Comentaba uno que la vida real no es así. Se dedicaba a hacer obras y reformas y a veces tardaba meses en acabar una obra de las gordas y no se le ocurría ponerse a llorar a la vez que entregaba la factura.

Aquel rato, en aquella terraza (de verano) me dio para pensar en cosas diferentes al Covid que no echamos de nuestras vidas.

Tino de la Torre