Qué bien que te hayas ido, agosto

pexels-pixabay-35857
Imagen de un atardecer | Foto: Pixabay
Avatar for Claudia López
0

Granada, 1 de septiembre de 2021.

02:37 am.

He llegado hace algo menos de media hora a casa del trabajo.

Tengo una lavadora puesta, una camiseta de manguita larga gigante haciendo de pijama y algo parecido a un moño de estar por casa.

A Vegeta detrás, dormido, respirando de esa manera que a mí me hace sentir tan plena y tan en paz.

Una lista de reproducción sonando de fondo: Ede, Xoel López, Vicente García, Charlotte Cardin, Izal, Lauryn Hill y alguna canción de Joan Manuel Serrat que, como todas, me hace recordar a mi madre cantándome ‘Esos locos bajitos’ mientras me aclaraba el champú.

Esta tarde no me ha dado tiempo a terminar de escribir la columna; Noelia me ha llamado para decirme que estaba abajo con chocolate y besos para darme. Los 20 minutos que debería haber durado el café para que me diera tiempo a terminarla se han convertido en algo más de una hora. Una hora que, por cierto, ha dado para mucho: hemos luchado (ella más y a su manera) contra una sombrilla de 80 kilos que el viento ha partido. Hemos organizado nuestro fin de semana en Madrid. Nos hemos abierto en canal, como siempre. Y reído, y emocionado. Todo eso.

50 escasos minutos me quedaban después de todo esto para terminar la columna, y he decidido dejarla para ahora por muy tarde que se me haga. Además, mi inspiración estaba echándose la siesta, y yo ya he entendido que cuando esto pasa lo mejor es dejarla dormir. Y eso he hecho, darle una tregua, dármela a mí también.

Dejarme querer, comer chocolate e irme a trabajar.

Y ahora aquí estoy, escribiendo una nueva.

Así soy yo.

Fuera corre una brisa muy agradable, de esas que son capaces de erizarte el vello sin hacerte sentir frío, como pasa con algunos abrazos.

Llevo un par de días durmiendo con la ventana cerrada y ha sido lo más parecido a darle un beso en la boca al otoño.

Llevo también otro par de días en los que me levanto y me acuesto con la canción del Dúo Dinámico ‘El final del verano’ resonando en mi cabeza sin parar.

Sólo necesito tararearla para transportarme y verme allí, en casa de mis padres, la mía, metiéndome en la bañera con mi madre para ducharnos juntas y enjabonarnos la una a la otra la espalda mientras la cantamos al unísono.

En las partes más aguda tirábamos de falsete siendo conscientes de que podríamos reventarle el tímpano a cualquiera que estuviera cerca, pero a nosotras nos sonaba genial.

En esa época septiembre se presentaba, y yo lo sentía, de una manera muy distinta a la que lo hace ahora.

Suponía el final de la que era mi estación favorita del año, el verano.

Con su llegada se acababan las meriendas-cena, las escapadas con Gemma a ‘la tiendecilla’ para comprar chuches, las noches de palomitas y cine de verano y las mañanas de mercadillo de los martes.

Su llegada olía a libros nuevos, los de un curso que siempre ansiaba empezar.

Los abría, como si de un abanico se tratase, y dejaba pasear las hojas por mi nariz una y otra vez, aspirando el olor todo lo fuerte que podía, intentando que reposase y no se fuese nunca.

Nada me hacía más ilusión que ir a comprar material nuevo; estuches enormes, cuantos más bolsillos tuvieran, mejor. Libretas, de cuadros siempre, y la más gorda que hubiera en la papelería.

Una mochila nueva cada año, que la del anterior era demasiado infantil.

Bolígrafos de todos los colores con los que decorar mis carpetas y agenda con frases que me hacían sentirme escritora o filósofa, aún no lo tengo claro.

Las meriendas-cena se quedaban sólo en cenas a las 21h, porque como muy tarde a las 22 debía estar acostada. Excepto cuando echaban ‘Médico de familia’ o ‘Los Serrano’, que intentábamos estar cenados y tenerlo todo recogido antes de que empezara, y, como excepción, mis padres me dejaban acostarme un poco más tarde.

Qué cerca siento todo esto y qué lejos queda ya en realidad.

Cuánto han cambiado algunas cosas y qué suerte de aquellas que no lo han hecho.

Qué poco me gusta ahora el verano, en especial agosto.

Ahora, y más este tedioso año, septiembre viene a visitarme con complejo de enero.

Como si su llegada supusiese el final de un año en lugar del de una estación, lista de propósitos de año nuevo incluida.

Como si las lluvias que trae de la mano se tradujesen en mí como un soplo de aire fresco, que quizás moje, pero no empapa, y que cala, pero no del todo.

Todo final es el principio de algo. Siempre.

Y a mí, que agosto haya terminado por fin, me supone muchas cosas.

Septiembre es para mí esa yincana que llevo meses preparándome y de la que espero salir más que airosa.

Es ese beso en el Zaidín Rock que me hizo entender lo que era el amor de verdad. Que los anteriores sólo habían sido amagos. Los besos y los amores.

Es el cumpleaños de Elena, y el de mi primo Josema.

Y muchas cosas más.

Resumen: septiembre, te amo. Me entrego a ti en cuerpo y alma.

No obstante, agosto también ha tenido cosas muy buenas.

He aprendido mucho.

A escucharme, pero a escucharme de verdad, con todos los vuelcos al alma que eso pueda conllevar.

A entender que no tengo un corazón hecho para odiar, yo no. Que se me da fatal.

Que quizás la empatía sea mi fuerte y que me hincho igual de rápido que me deshincho.

Y que, a veces lo hago de más, empatizar digo, olvidándome así de hacerlo conmigo misma.

He recordado que, como dice Chaouen, la vida hay veces que tiembla, como con miedo.

Y que duele porque la piel no es materia inerte. Y porque el querer es dolerse a veces.

Que hay momentos a los que, tarde o temprano, vas a tener que enfrentarte, y que cuanto antes lleguen, mejor.

Y que para que acaben, antes tienen que llegar.

He aprendido también que hay cosas que tenemos que aceptar y ya, sin malgastar ni un ápice de nuestra energía en intentar entenderlas cuando en el fondo sabemos que nunca lo haremos.

Agosto también me ha traído un contrato indefinido de un trabajo que me hace feliz, rodeada de personas que sacan lo mejor de mí y me quitan de un soplido a cualquier monstruo que pueda vagar por mi cabeza en un momento dado.

Me ha regalado desayunos inolvidables con mi madre, apretones de mano que aún siento y besos que sé que no olvidaremos jamás, ni tú ni yo, y que recordaremos cuando seamos viejitos.

También me ha regalado una entrada para un concierto en Holanda con dos de mis mejores amigas. Abril, por dios, llega ya.

El balance es más que positivo, si yo lo sé, pero las ganas que tenía de que el verano llegara a su fin son directamente proporcionales a las que tengo yo ahora de irme a la cama.

Voy a mandarle la columna a Juan ahora; espero que tenga el móvil en silencio.

Si lo despierto me va a odiar.

Ah no, que él tampoco sabe hacer eso.

Feliz fin de verano, feliz vida y feliz todo a todos.







Se el primero en comentar

Deja un comentario