¿Por qué celebramos el 8 de marzo?

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Victoria Robles Sanjuán Responsable del área Feminismos, instituciones y políticas de igualdad de Podemos-Granada
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La costumbre de salir a celebrar el 8 de marzo en instituciones y calles de nuestras ciudades y pueblos nos deja en el aire la historia por la que seguimos festejando esta fecha. Sus 105 años cumplidos este año nos permiten darnos cuenta de los muchos logros que las mujeres hemos alcanzado y de los beneficios sociales que estos derechos implican.

La vida que hoy tenemos se ha levantado palmo a palmo con el esfuerzo minuto a minuto de esas mujeres que han planchado, cocinado, ayudado a superar miedos, sostenido la alegría y la tristeza de muchos hogares, que han cedido su tiempo para mimar el tiempo de su gente, y han preparado ungüentos para fiebres y amores imposibles, trabajando dentro y fuera de nuestros hogares.

La historia del 8 de marzo es la de esas mujeres de finales del XIX y comienzos del XX, abuelas de nuestras abuelas, que en representación de todas las mujeres quisieron ser consideradas trabajadoras de espacios productivos y asalariados. Exigieron condiciones de trabajo que les permitieran trabajar, también, en el espacio doméstico, dado que tuvieron que asumirlo como una responsabilidad exclusivamente suya.

Fue el hecho de que se les asignara como propio el trabajo doméstico lo que hizo que costara mucho tiempo su reconocimiento como trabajadoras de pleno derecho fuera del hogar. Su participación activa para lo que vieron era una doble explotación les condujo a una actividad sindical (derechos), feminista (igualdad) y social (equiparación de condiciones de vida).
Clara Zetkin, Rosa Luxemburgo, Alexandra Kollontai, todas ellas vivieron y denunciaron la clara contradicción entre capitalismo, clase social y mujeres. Preocupadas por la explotación laboral de las mujeres obreras y por la doble moral sexual, reclamaron la necesaria reeducación de los dos sexos en/para la igualdad.

La efeméride del primero de mayo venía celebrándose en Europa desde 1890 y en EEUU en 1886. Tales acontecimientos, en convivencia con la fuerte conciencia de estas mujeres acerca de su doble explotación sexual y laboral dio como resultado el cuestionamiento del modelo supuestamente neutral y globalizador de esta celebración propia del movimiento obrero (masculino): había que “inventar” el Día Internacional de la Mujer como festividad propia, había que consolidar las organizaciones femeninas, hacerse visibles, reivindicar todo aquello que constituía injusticias, tener, en definitiva, unas señas de identidad. Una liturgia cívica que calendarizaría el feminismo y las trabajadoras.

Así, en 1909 las socialistas europeas acuerdan el Día Internacional de la Mujer para defender la paz (porque el Día Internacional nace bajo el signo del pacifismo), la solidaridad con los pueblos oprimidos, los derechos políticos y sociales de las mujeres, la reducción de la jornada de trabajo, el establecimiento de casas-cuna, guarderías, escuelas y sanatorios. Su primera celebración tuvo lugar el 19 de marzo de 1911 en Alemania, Dinamarca, Austria y aún en otros países que sumaron un millón de personas en las calles. Poco después, en 1914 y a propuesta de las socialistas alemanas, los actos del Día Internacional se organizaron, por vez primera, el 8 de marzo.

Este día, entonces y hoy, tiene el cometido de aportarnos identidades como mujeres trabajadoras, constituye una jornada de lucha por los derechos globales de las mujeres en todo el planeta, trata de reforzar la cohesión nacional e internacional entre las organizaciones feministas, supone una plataforma de acciones colectivas, de expresión de pactos de solidaridad entre mujeres y hombres de todas las geografías. Un ritual que hoy, como entonces, es una conquista más de las mujeres que celebramos en las calles.







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