La misma de hace un año, pero distinta

Creo que tengo los pies más en la tierra que nunca

marco-montero-pisani-K3QWBGRDV8A-unsplash
Atardecer | Foto: Claudia López
Avatar for Claudia López
0

Miércoles, 7 de abril.

01:37 am.

Pasado mañana, el jueves, se publica una nueva columna.

Siempre la escribo el día de antes e intento que sea al atardecer y con un café en la mesa.

Tengo visto y comprobado que si lo hago con más antelación acaba por no convencerme del todo y le doy demasiadas vueltas.

Es como que no termino de fluir, como si escribirla el día de antes me hiciera sentir que vivo con el tiempo pisándome los talones y fuese solo así cuando consigo ser del todo yo.

Y quizás es que funcione mejor así, improvisando.

Como buen torbellino.

Hoy ha sido un martes que pintaba muy domingo cuando he abierto los ojos.

Recuerdo haberme despertado un par de veces a beber agua de madrugada, haberme peleado con la almohada otras tantas y quejarme en voz alta del dolor de cintura que tengo desde hace algunos días.

La rareza sonaba constante y estrepitosamente entre tanto silencio y por más que la he buscado no la he encontrado.

Todo estaba, está, donde tiene que estar.

Mis padres en su casa.

Los perros en la de Pepe.

Las zapatillas en su sitio.

La cama deshecha.

La cafetera preparada para mañana.

"No sé, no la encuentro. Si mañana sigue retumbando igual volveré a buscarla", me he dicho a mí misma.

El otro día comí en casa de mis padres y, como hago siempre, subí a mi dormitorio.

Todo estaba, está, igual, en orden.

Con mis diarios y mis cassettes de cuando era adolescente. Con mis cajitas llenas de cosas inservibles.

Con Manolito gafotas en la estantería.

Qué curiosa y preciosa (y si, qué puta también) es la vida a veces.

Me leí ese libro cuando era un moquillo de pelo liso y mofletes gordos.

Me perdía entre sus letras hasta el punto de poder oler las salchichas que le cocinaba a Manolito su madre, hasta conseguir oír su voz retumbando entre las paredes del ojo patio.

La autora, Elvira Lindo, resultó ser la mujer del padre de una de las amistades más especiales de mi vida, Elena, pero en casa le llamamos ‘la kari’. Sí, con k.

Nosotras nos conocimos cuando yo ya me había leído el libro unas cuatro veces.

Podría deciros muchas cosas de Elena, pero lo voy a resumir en que es de lo más bonito que tengo yo en mi vida, Elvira en la suya y todo aquel que tenga la suerte de vivirla.

Con el tiempo acabé conociendo a Elvira, y ella refiriéndose a mi como Claudia ‘la Bella’.

Yo me volvía más enana aún.

-"Ojalá llegar algún día a escribir una columna como ella"-, pensaba.

Y mírame. Mírate, Claudia, mírate.

Lo estás haciendo, estás cumpliendo sueños. Hasta los que vienen con taras.

Sigo sin saber gestionar muy bien la velocidad a la que corre el tiempo; lo que se lleva sin aviso, y también lo que te trae, sus señales, sus heridas.

La sensación de que vuela y, a la vez, de que no termina de pasar nunca.

Si pienso en cómo ha cambiado mi vida este último año, lo más probable es que carraspee y después trague saliva, como hago siempre mientras trato de encajar algo.

Sigo siendo el mismo terremoto al que se le ve venir a leguas, sin trampa ni cartón.

Creo que he bajado una marcha en intensidad. Me hacía falta.

Observo, observo mucho, incluso más de lo que yo misma era consciente. Hasta cuando no quiero lo hago.

Siento y presiento exactamente igual que hace un año, muy de verdad y muy fuerte. Para bien o para mal.

Sigo haciéndole fotos a los pájaros cuando el sol está a punto de ponerse, sacando la barriga para cocinar y hablándole a todo perro que me cruce.

También sigo siendo incapaz de comer verduras o vegetales con pan, siguen dándome asco las texturas de algunos alimentos que de sabor me flipan y me sigo dejando un trocito siempre de algo en el plato. Y un plato sin fregar. Y un calcetín sin tender.

Mi corazón sigue perteneciendo a la misma persona, a mí, que supongo que es de quién ha sido y será siempre.

Todavía, un año después, no he sido capaz de comprarme una cafetera con asa, ni el carrito de la cocina, ni las varillas. Tampoco he arreglado el pomo del cuarto y la gotita del grifo de la cocina continúa sonando incesantemente.

Iván, mi alma gemela, se ha ido a Barcelona. Todo muy rápido, como están pasando las cosas más transcendentales de este año.

Un martes me dice que lo han llamado para trabajar allí y el viernes estoy despidiéndome de él.

Ahora entiendo a mi amigo Alfredo cuando me dijo que no quería despedirse de mí cuando me fui a Londres; que se alegraba de esa nueva etapa que estaba por llegar, pero que no iba a darme una palmadita en la espalda y a desearme suerte cuando se estaba yendo un trozo de su vida.

Que le dolía.

Y a mí me dolieron muchísimo las que le di a Iván.

Porque, siendo egoísta, qué mierda que te hayas ido. Qué mierda más grande.

Siendo y ejerciendo de lo que soy, tu amiga, cómo me alegro de que estés allí.

Y así todo el rato. Una contradicción constante. Creo que esto el año pasado también era igual.

Ahora, la vecina de enfrente de la que hablaba durante la cuarentena, se ha convertido en mi amiga. Seguimos hablando de balcón a balcón, pero también nos vemos y tomamos café, nos apoyamos y reímos.

Ahora solo hay un cepillo de dientes en el baño y duermo sola casi cada noche.

Estoy aprendiendo a disfrutar del silencio que dejan consigo algunas idas. Y está bien, estoy bien. Creo que tengo los pies más en la tierra que nunca. Mi aterrizaje forzoso me ha costado.

Cuando me miro el vencejo que tengo tatuado en el brazo por mi madre ahora también me recuerda a mí; vi mi vuelo a escasos centímetros de tocar tierra y fondo, pero, igual que ha hecho mi madre toda su vida, no ha llegado a pasar.

Retomé el vuelo y aquí estoy, cambiando el plumaje y desplegando mis alas.

Me he dado cuenta de que cada vez temo menos hablar de mis sentimientos. Que sigo en la búsqueda de las palabras idóneas que descarten de antemano un posible malentendido, pero que les pongo nombre a todos y cada uno de ellos.

A los que me queman, y a los que me acarician. A los que temo. A los que reconozco como míos y a los que no.

Y ojalá cambie muchas cosas de mí con el tiempo, pero no esto.

No entiendo el miedo que sentimos a hablar precisamente de lo que nos define. Pagamos precios muchísimos más altos por otras cosas.

Precisamente hoy he hablado de esto con un colega que conocí por Instagram (sí, por supuesto que puede existir una amistad real entre un hombre y una mujer, que veo que mucha gente aún lo duda). De esto y de mil cosas más.

Dice que mi energía le recuerda a la de Campanilla y yo digo que es un ser de luz.

Nos hemos comido un helado en Los Italianos y disfrutando de un sol precioso hasta que mi menstruación ha decidido adelantarse casi diez días y joderme la tarde.

Otro aviso más que me está dando el cuerpo de que todo está en proceso, pero que aún no ha terminado.

Avisos.

Señales.

Hagámosles caso.

Siento esta (no) columna; tengo muchas cosas que ordenar y necesitaba plasmarlas en forma de letras por si alguna vez me da por dudar de que voy por el buen camino.

Os abrazo mucho.







Se el primero en comentar

Deja un comentario