De lo rural y su encanto: Jaén

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Imagen ilustrativa | Foto: Remitida
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Sábado, 5 de febrero.
Sierra de Segura, Jaén.

Esta mañana, nuestro despertador ha sonado muy temprano, a las 6:30.

Era completamente de noche y, a diferencia del resto de la semana, donde siempre hay alguna luz de algún vecino ya encendida, la única ventana iluminada de todo el bloque era la de nuestro dormitorio.

Los pájaros aún no habían comenzado a cantar y las palomas dormían unas pegadas a otras, dándose calor, cobijándose de las pequeñas y finas gotas de lluvia que comenzaban a caer, y sobresaltándose con los tímidos gorjeos que las más madrugadoras de ellas empezaban a emitir.

Me he despertado rápido, a la primera alarma. Contentísima de haber madrugado porque nos veníamos aquí de escapada.

Me he hecho un café que por más fuerte que he apretado entre mis manos no ha conseguido quitarme el frío con el que me despierto cada mañana en invierno.

He terminado de preparar la maleta, he revisado la lista de cosas imprescindibles en una escapada y, tras comprobar que estaba todo, porque para otra cosa no, pero para hacer maletas soy la leche, me he dado una ducha de agua casi hirviendo en la que he gozado todos y cada uno de los segundos.

Me he echado mis productos en el pelo por si de aquí a julio, que es cuando tengo cita en la peluquería especial de rizos (sí, 5 meses de lista de espera), he podido hacer algo por mis puntas, y no me lo he secado porque no me ha dado tiempo.

Me he vestido con lo primero que he pillado, me he puesto un poco de máscara de pestañas y crema hidratante con un poquito de color y nos hemos bajado a desayunar a nuestra cafetería favorita, la misma que ya he nombrado en más de una ocasión, y las que me quedan.

Media tostada de lo de siempre, york con queso y mantequilla, y una de churros a medias.

Es que somos muy de desayunar fuerte, y la mañana también pintaba fuerte.

Hemos cogido el coche y puesto rumbo.

Algo más de dos horas de camino en las que nos ha llovido, nos ha hecho sol, hemos reído, nos hemos apretado fuerte las manos y hemos bailado con la música de la radio hasta que ha perdido la señal.

Hemos parado en un motel de carretera a tomar un café que la verdad es que estaba asqueroso, pero había un cartel luminoso al que ambos le hemos echado una foto, así que una cosa por la otra.

Como no podíamos entrar en el hotel hasta las 12:30 nos hemos ido directamente al primero de nuestros pueblos por visitar: Segura de la Sierra.

Cuestas empedradas, gatos a mansalva a los que les he robado montones de fotos y algún que otro fotón y unas vistas de las que enamorarte en cualquiera de sus miradores.

Verde, verde, verde. Todo el rato verde.

Señores con sombrero paseando a sus perros; abuelitas súper mayores, todas de pelo blanco, con su delantal y sus zapatillas de paño, de tobillitos enanos, esperando en la puerta de sus casas al panadero que anuncia su llegada haciendo sonar su claxon sin cesar; una taberna donde nos quedaban las nubes debajo; unas olivas riquísimas, una cerveza casi helada y una barra de bar de piedra, como las de antes.

Un camino bastante largo y pendiente para llegar al Castillo al que puedes acceder con el coche, pero que nosotros hemos decidido hacer andando y donde hemos podido divisar bastante de cerca la silueta de tres cabras montesas que estaban huyendo del escaso bullicio que les rodeaba.

Olor a comida casera casi en cada puerta de cada casa, coches aparcados en cocheras con badenes y fuentes con agua cuya transparencia casi destella.

Precioso, me ha parecido precioso.

He dejado que la lluvia me mojara y he vuelto a pensar en la grandeza de envejecer en un entorno así.

No es muy grande, así que en un par de horas lo habíamos visto todo.

Hemos vuelto al hotel a comer; en todas las reseñas destacaban la comodidad de las camas y las almohadas y la calidad y el precio de la comida.

Doy fe.

Buenísimo todo.

Nos hemos pedido un menú bastante económico y la comida estaba muy rica, toda casera.

La chavala que nos ha atendido se ha resbalado y se ha caído (es lo que tiene trabajar en un restaurante con unas zapatillas Converse) y ojalá ahora mismo no le duela tanto la muñeca como intuyo que le duele.

Hemos dudado bastante de si echarnos siesta o no, y al final nos hemos lavado la cara con agua bien fría para espabilarnos y nos hemos ido a otro pueblito, Hornos de Segura, con un encanto estremecedor.

Casas construidas casi de forma imposible en pendientes rocosas, señoras tendiendo la ropa en el “jardín” (literalmente un trozo de monte dentro de su parcela) y un bar que bien podría confundirse con el sótano de cualquier hogar donde, esta vez sí, nos han servido un café exquisito, con su espumita y sabor intenso.

Un mirador espectacular con cinco personas, cuatro chavales veinteañeros fumando porros y un abuelo de no sé qué edad, pero viejísimo, mirándolos con cara de estar pensando en lo distinta que es la juventud de ahora a como lo fue la suya.

Cinco calles de pueblo, dudo que tenga más.

Hemos vuelto al hotel, descansado media hora y bajado a cenar a las 8, como los guiris.

La cocina abría a y media, así que hemos brindado con cerveza un par de veces mientras esperábamos.

Y ahora estoy aquí, en la cama, con la clara intención de no dormirme aún y la firme duda de si lo lograré.

Con Pepe intentando enterarse de lo que vemos en la tele, a punto de dormirse. 5 minutos le doy.

Mañana vamos a Úbeda y Baeza, y los recuerdos me están acariciando ya.

Domingo, 6 de febrero.
Granada.

Esta mañana, cuando hemos bajado al buffet del hotel a desayunar solo había un matrimonio. Era muy temprano, al menos para ser domingo.

Hemos desayunado, cargado el coche y puesto rumbo a Úbeda, la ciudad que me enseñó lo que es el amor por primera vez y en la que siento un pellizco en el estómago por cada paso que doy.

Me acuerdo de Elena, de su madre y de su abuela, de Sofía y, por supuesto, de David.

Paso por aquella plaza desde la que Ele me mandó un vídeo hace apenas dos semanas y puedo vernos allí, ellas borrachas de vino tinto con limón y yo de amor, metiéndonos en una cabina de las que ya no existen y convirtiéndolo en nuestro refugio.

Nos hemos sentado a desayunar en una churrería que estaba bastante concurrida.

Pepe se ha pedido un hochío, el panecito salado típico de allí, y yo me he acordado de la Titi y de los buenos que están los que hacen en su obrador.

Hemos visitado el exterior de la Iglesia del Salvador, divisado el océano de olivos desde el parador y fantaseado con la idea de comprar y reformar algunas de las viejas casas que se venden.

A quince minutos de Úbeda está Baeza.

No la recordaba tan bonita, la verdad.

Más pequeña, más recogidita. Muy medieval.

Y ahora, en casa, apenas recién llegados, con las maletas aún por deshacer y el cuerpo pidiéndome dormir 10 horas seguidas.

Me fascina lo distinto que es todo a dos horas de camino: la vida, los paisajes, las personas, los acentos.

El concepto de calidad de vida.

El cielo, lleno de estrellas allí.

El aire, casi impoluto.

La ausencia de postureo, solo el que traemos los visitantes.

Mucha bota de montaña y ningún tacón.

Qué bonito es lo rural y cuántos sitios nos quedan aún por conocer.

Yo quiero envejecer así, en una casa blanca, con mi limonero en la entrada y un gato que no será mío, pero vendrá tanto a visitarme que lo acabará siendo.

Lejos de las prisas, de los ruidos ensordecedores, del estrés de la ciudad.

Tener un delantal de cuadros hortera con el que hacer roscos y dulces caseros.

Quedar con mis amigas a media tarde y sentarme en un banco a admirar la naturaleza mientras criticamos cuánto ha cambiado Fulanita y lo bonicos que están los nietos de Menganita.

Qué necesario es hacer un macuto de vez en cuando y huir de las obligaciones.

Qué importante desconectar, resetearse.

Y qué bonita Andalucía.

Alejarse para soltar. Qué antídoto.







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