Literatura vs Freddie Mercury

«Soy una prostituta musical»

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Freddie Mercury | Foto: Archivo GD
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El sábado fui al cine a ver la película «Bohemian Rhapsody» por segunda vez. Supongo —y espero— que no será la última, porque pocas cosas me han puesto de tan buen humor últimamente. Eso sí, no me cabe en la cabeza que en una película con tanta música —y qué música— la única que bailara y diese unos cuantos botes fuese yo. Y en dos sesiones, oigan. ¿Es que nos hemos vueltos locos? ¿En qué momento hemos dejado de bailar? ¿Qué puede pasar por la cabeza de una persona para que suene entera We will rock you y no dé la palmada y el taconeo, para que Don’t stop me now salga a toda pastilla por la megafonía de una sala de cine y nadie mueva la cabeza salvo para mirar a la chiflada que se está destrozando en las últimas filas? Por amor de Dios, ¿en qué momento hemos dejado de bailar y por qué?

Freddie Mercury es un adjetivo. Un estado de ánimo. «Hoy me siento muy Freddie Mercury». «Ya podías ser un poquito más Freddie Mercury». «Esto es muy Freddie Mercury». Queen no es mi grupo preferido de la época; Led Zeppelin, por ejemplo, me parece muy superior. Pero sí lo tengo entre los supremos. Freddie, él y su música, es uno de esos relámpagos en un cielo de tormenta: pura magia. Algo que nos fascina por su escasez, por su carácter, por su aptitud. Pero, sobre todo, por su autenticidad. «Auténtico» es la palabra para definir a esta leyenda. En su personalidad concurren la épica y la comedia. La ópera y el disco. La severidad más absoluta con la francachela, el drama y la farándula. La personalidad de Freddie Mercury y su obra son un oasis de alivio en un mundo que hace mucho que se volvió aburrido porque no nos atrevemos a vivirlo.

Adoro la palabra «raro». En su origen no tenía ese significado tan chabacano que le hemos atribuido de extraño o extravagante. Rarus significa «poco denso», y bien podría decirse que lo poco denso, normalmente, flota. Los hay que practican esta maravillosa acción de flotar porque no pesan, porque se han liberado de prejuicios, rubores, y comportamientos exigidos y esperados por la sociedad. Freddie Mercury fue uno de ellos. Y en literatura también contamos, afortunadamente, con unos cuantos. Me referiré a continuación a obras de tres genios que «flotan». No a la personalidad de sus autores, sino a su forma de escribir. Literatura muy Freddie Mercury.

Cómo no empezar por Cortázar, por supuesto. La primera vez que uno se enfrenta a este autor se queda mirando con las cejas arrugadas y los brazos en jarras mientras piensa «pero este tío, ¿qué demonios hace?» Es normal, estamos tan acostumbrados a lo aburrido que cuando detectamos una gotita de emoción nos extraña. Segundos después la pregunta sigue en el aire, pero da igual. No se sabe lo que hace, que haga lo que quiera, lo importante es que no pare. ¿Ustedes recuerdan a Freddie Mercury vestido de mujer con bigote, pasando la aspiradora y pidiendo ser libre? ¿O llamando por teléfono a sus ocho gatos cuando estaba de viaje? ¿Lo recuerdan gritando el nombre de Dios en árabe para, a continuación, alabar al diablo? Ese es Cortázar cuando, de repente, escribe cinco párrafos utilizando como única vocal la «e», o en el momento en que está contando una historia y empieza a insultar a sus propios personajes porque se ha enfadado con ellos ya que no le hacen caso. Ese es Cortázar enjabonando loros. Y lo más fascinante de ambos es que «flotan» de forma natural. Mientras estamos en sus burbujas todo es perfectamente lógico, no hay mudas del mundo real al suyo como, por ejemplo, en Borges, que no consigue que olvidemos que lo que hay en nuestras manos es un libro.

En la obra de Nabókov también hay mucho Freddie Mercury. Autenticidad, la seriedad más absoluta, la ópera, el piano, mezclados con la burla y la jarana hasta niveles extremos. Nabókov lleva tan lejos las emociones, las estira tantísimo, que las deforma convirtiéndolas en esperpentos. Y el esperpento, ya se sabe, es triste y ridículo, pero terriblemente divertido, por cruel que pueda sonar. Reducir a las emociones básicas —miedo, rabia, tristeza y alegría— es el mayor reto para un escritor. Si lo consigue, la fiesta está asegurada. ¿Qué encuentran en estas frases de Lolita, por ejemplo? «Lo siento en el alma, querida, mi adorada ultravioleta…», «Con ansia y deleite (el rey grita de júbilo, las trompetas atruenan, la nodriza está borracha) volví a ver su encantadora sonrisa, en aquel último día inmortal de locura…», «Que vuelva pronto, rogué dirigiéndome a un Dios prestado. Que mientras mamá está en la cocina, podamos representar nuevamente la escena del escritorio. Por favor, la adoro tan horriblemente…», «Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía…». ¿No ven al pobre chico de una familia pobre al que nadie quiere? ¿Al pobre chico que acaba de matar a un hombre? ¿Al pobre chico al que asustan los rayos y centellas y le grita a Galileo y a Figaro? La deformación de las emociones en ambos artistas es sublime. Tan terrible como divertida.

Por último, me referiré a Thomas de Quincey, y en concreto a una de sus obras: «Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes», en la que veo a Freddie Mercury muriéndose de la risa. Esta obra es tan terroríficamente divertida como una de esas fiestas en las que el cantante pasaba sus noches rodeado de enanos y cocaína. De hecho, bien podría decirse que es una de esas fiestas. Y hay que tener la mente muy abierta y contextualizar para no escandalizarse, queda avisado. En ella el autor reivindica el arte del asesinato, juzgándolo con criterios puramente estéticos y no morales. Él no anima a nadie a matar, simplemente, una vez que está hecho, reflexiona sobre las diferentes maneras de asesinar refiriéndose a la elegancia de unas y otras —cómo salpica la sangre, por ejemplo— y a sus puntos estéticos. Se refiere en particular, de forma tan divertida como escalofriante, a los famosos crímenes de Williams y los MKean. Lo macabro y lo desternillante concurren en esta «fiesta» que, por supuesto, siempre tendrá quien la censure. Y si bien es cierto que hay más censuras que desobedientes —por qué negarlo—, la existencia de estos desobedientes no tiene precio.







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