Gonzalo Magide se llama mi cirujano, aunque también podéis llamarlo Gonzalo 'el mágico'

cirujano medicina estetica
Cirujano, en una operación | Foto: Gabinete
Avatar for Claudia López
0

Es miércoles, 5 de octubre.

Son las 10 de la noche, Pepe está a punto de llegar del trabajo y los perros me miran con una cara de “queremos calle” que me hacen derretirme de pena porque no puedo bajarlos, ni voy a poder en bastante tiempo.

Parecen que saben lo que me pasa. De hecho, sé que me sienten débil.

Se acercan con un cuidado extremo, no me quitan el ojo de encima y me dan besos de amor, de los lentitos, de los que apenas mojan.

Como bien dije en la columna anterior, en esta os quería hablar, si mi cuerpo me lo permitía, de cómo fue la operación, en qué ha consistido, dónde y con quién me he operado y cómo me siento tan solo siete días después.

La verdad es que la tenía prácticamente terminada a falta de ser revisada, pero esta tarde, cuando he llegado de la primera revisión posoperatoria, la he vuelto a leer y me ha sabido a poco.

Tenía tantas y tantas cosas preciosas rondándome dentro que, al leerla, me ha parecido que no transmitía lo suficiente todo lo que esto ha supuesto para mí.

Tomé la decisión de operarme en junio.

Había oído hablar de que en las Clínicas Dorsia había un abanico bastante amplio de posibilidades de cara a la financiación para personas que, como yo, no dispongan de los casi 6.000 euros que cuesta esta operación y otras tantas estéticas.

He de admitir que el hecho de que fuera anunciada en televisión, y que algunas influencers la promocionasen, me hacía mostrarme un poco reticente.

Yo, que soy muy de leer reseñas de todo, había leído cosas muy buenas de este sitio y, como sucede en todos negocios y con todas las personas, alguna también negativa. Pero ganaban, por goleada, las buenas.

Aun así, cuando vas a tomar una decisión tan importante que, además, implica un desembolso tan grande, cualquier comentario negativo que te llegue te hace tambalearte un poco y dudar.

Pedí cita a través de internet para que me contactaran y al día siguiente ya me estaban llamando para citarme a los pocos días.

Cuando llegué, acompañada como siempre en los momentos importantes de mi madre, nos recibió una de las asesoras, Silvia.

Rubia, alta, con unas curvas que quitan el sentido y unos ojos azules de un tono que, si no fuera porque los he visto ya muchas veces, diría que no existen. De otro mundo, son de otro mundo. Ha sido mi asesora, mi compañera y diría que mi amiga en todo este proceso.

La he tenido todas y cada una de las veces que la he necesitado y, con su gracia y su carisma, hasta yo misma he terminado riéndome de los miedos absurdos, y no tan absurdos, que te nacen cuando tomas una decisión así.

Nos explicó todo, nos dedicó casi dos horas de su tiempo y después nos pasó con el primer cirujano para que me hiciera la valoración.

Fue muy rápido: básicamente me confirmó que sí, que mi pecho tenía el suficiente volumen para hacer un levantamiento sin necesidad de poner prótesis.

Salí de allí con sentimientos encontrados porque, por un lado, me encantó su honestidad, pero por otro tenía la sensación de que había sido todo demasiado rápido para la importancia que tenía todo esto para mí.

Decidí pedir una segunda opinión con otro cirujano, pero esta vez en lugar de venir mi madre conmigo vino Iván, mi mejor amigo y tantas cosas más.

Éste otro cirujano me dijo que a pesar de tener suficiente volumen para llevar a cabo solo un levantamiento, él me recomendaba ponerme prótesis para asegurarme que con el tiempo no me iba a pasar lo mismo, pues la inercia es imparable y mi tejido mamario de una malísima calidad, y ninguna de esas dos cosas iban a parar ni a cambiar; que, si tenía claro que no quería más talla, me recomendaba hacerme una mastopexia (levantamiento) con reducción y prótesis submamaria.

De esta segunda visita salí decidida, convencida y muy muy contenta, pero yo sabía que mi madre querría escuchar todo aquello (y yo que lo escuchara) y al poco tiempo pedí una tercera opinión para terminar de contrastar.

- “Me ha encantado este chico en todos los aspectos, Claudia, incluida su sonrisa”- me dijo mi madre nada más salir de la consulta con el doctor Gonzalo Martínez Magide, que así es como se llama el cirujano que me ha operado.

Lo tuve claro: quería que fuera él quién me operara.

En un abrir y cerrar de ojos el verano ha pasado y la fecha de la operación está a la vuelta de la esquina.

No ha habido día en el que no haya pensado en ello, en Gonzalo, en el momento de quitarme el vendaje.

“Venga Claudia, que ya queda menos”, me repetía una y otra vez.

 

Llegó el día.

 

El miércoles de la semana pasada el despertador sonó a las 5:30 de la mañana.

No había ni rastro de los nervios que me habían acompañado las semanas y los meses anteriores.

Solo sentía unas ganas inimaginables de que llegara y pasara el momento, de abrir los ojos y ver cómo me sentía y contar las horas para comer; de celebrar que, como ya intuía, la anestesia la iba a orinar y no a vomitar. Solo de imaginarme vomitando recién cosida por tres sitios en cada pecho se me saltaban los puntos, y eso que no me habían operado todavía.

Llegué al hospital, que fue en el mismo donde nací, y no pude evitar imaginarme a las enfermeras paseándome por los pasillos recién nacida tal como me ha contado mi madre siempre; por lo visto fui un bebé muy bonito.

Me emocionaba pensar que, de alguna manera, una parte de mí iba a volver a nacer en el mismo hospital en el que hace casi 34 años abrí los ojos por primera vez.

 

Me asignaron una habitación, me quité toda la ropa para ponerme el camisón ese azul que tan vulnerables y débiles nos vuelve y esperé a que me avisaran para subir a quirófano.

Cuando quise darme cuenta estaba Fran, el celador, sacándome de la habitación y yo tirándoles besos a los míos. Qué lindo era.

Me 'aparcó' justo enfrente del quirófano en el que Gonzalo y sus compañeros estaban terminando de prepararlo todo.

Lo escuché hablar y una sensación de paz y seguridad me recorrió de los pies a la cabeza.

 

Entramos, me hizo los dibujos pertinentes y me durmieron.

Qué heavy lo de la anestesia, ¿eh? Entras en un sueño profundo y mientras tú estás soñando con cerdos voladores te están abriendo los pechos, rajando musculatura, metiendo un implante, cosiéndote.

 

De repente, estaba en reanimación. Ya había pasado todo, todo menos los efectos de la anestesia.

Qué ganas más absurdas de llorar, por Dios.

Pregunté por Gonzalo, pero ya se había ido, aunque antes llamó a mis padres para decirles que todo había salido perfecto y que en un ratito me subían a la habitación.

Me encontré con Amanda, anestesista de allí también, una chica a la que conozco desde hace muchísimo tiempo por amigos en común, con la que nunca me he tomado nada ni compartido más que saludos, pero que me besó con un cariño inmenso que hizo que, literalmente, me emocionara.

Me subieron a la habitación y allí estaban ellos, mis pilares. Mi familia y mi chico.

Dice Pepe que llegué con una cara de traviesa increíble y hablándole sin cesar al celador.

Ese día fue horrible, no os voy a engañar. Desde el segundo uno me dolía muchísimo la espalda, hasta hacerme llorar. Tuvieron que ponerme morfina y aun así no conseguí pegar ojo en toda la noche. No me podía mover ni tampoco levantarme.

Llevaba el pecho vendado y no sentía dolor, solo una presión inmensa.

No sé qué hubiese hecho sin mi madre en esos momentos. Y en tantos otros… Inma, la enfermera que estuvo conmigo hasta por la noche, nos robó el corazón.

Qué cariño, qué bondad desbordaba por cada poro de su piel.

Qué bonita la gente que se dedica a esto por pura vocación y que ama lo que hace.

Ojalá volver a coincidir contigo, Inma.

 

A la mañana siguiente por fin pude levantarme e ir a orinar. Me sentía bien, con fuerza, y la espalda no me dolía en exceso porque más medicación no me cabía en el cuerpo.

Me quitaron el vendaje y cuando me vi el pecho me puse a llorar.

No voy a olvidar jamás lo que sentí, jamás.

No sé cómo no he tomado la decisión antes, aunque supongo que las cosas llegan y pasan cuando tienen que hacerlo.

¿Cómo unas manos, en este caso las de Gonzalo, eran capaces de hacer tal maravilla?

 

Dejamos la habitación, recogí mi parte de alta y, mientras esperaba a que mi padre trajera el coche, me escribió una chica a la que tenía en Instagram desde hace algunos meses, pero que no nos conocíamos, diciéndome que es médica de urgencias de ese hospital y que estaba allí.

Bajé, la busqué y nos abrazamos como si nos conociéramos, aunque estuviésemos haciéndolo en ese momento.

Qué bonitas pueden llegar a ser las redes sociales cuando las personas que hay detrás de ellas son sanas.

 

Después de una semana de posoperatorio, os confieso que no he dormido ni una sola noche bien, que la espalda es ahora cuando está empezando a darme tregua y que no es doloroso, pero sí largo y pesado, porque precisas de alguien para hacer la mayoría de las cosas del día a día.

Que se me da fatal dormir boca arriba y que eso de estar quieta todo el día me viene enorme; yo, que soy un manojo de nervios, quieta. Imaginaos.

Quién me conoce puede hacerse una idea de lo que hablo.

Pero cuando llega el momento de las curas delante del espejo, me miro y acaricio a cada noche en vela, a cada minuto que para mí ha pasado como una hora, a cada lágrima de impotencia y de cansancio.

Me miro el pecho, me detengo en él con amor y orgullo, cuando hace poco más de una semana, y desde hace mucho tiempo, no era capaz ni de mirármelo.

GRACIAS, Gonzalo.

Volvería a elegirte una y mil veces. Por tu profesionalidad y vocación, pero también por tu alma; basta con mirarte a los ojos para poder intuir lo limpia que es.

Me has devuelto la sonrisa frente al espejo, la seguridad en mí misma, el amor hacia el cuerpo que habito.

Creo que por más que quisiera nunca podría transmitirte al 100% lo que realmente siento hacia ti y tu trabajo.

Porque, aunque para ti sea eso, tu trabajo, para mí eres y serás siempre mucho más que el cirujano que me ha operado.

Esto puede sonar a una declaración de amor, y es que en cierto modo lo es.

No existe amor sin admiración y yo no puedo sentir más de esto último por ti.

Te has convertido en uno de los hombres de mi vida porque la huella que has dejado en mí te aseguro que nunca, nunca se va a borrar.

 

Ayer, cuando salí de la revisión, había una chica esperando también a ver a Gonzalo.

Se llama Jessica. Un par de semanas antes de operarme vi por redes que ella se había operado hace algunos meses con él, y le escribí para que me contara un poco cómo había sido todo.

Desde ese día hasta el de hoy me ha dedicado su tiempo, me ha escrito casi a diario para ver cómo estaba, me ha aconsejado, animado y respondido a todas mis dudas, que eran las mismas que tuvo ella en su momento.

Como lo han hecho mis amigos, pero con la diferencia de que yo en su vida solo soy una chica que le contactó para que le contara su experiencia.

Ayer nos conocimos, nos abrazamos muchas veces y compartimos más de 10 carcajadas en 2 minutos. Estoy segura de que no serán las últimas.

 

Nos preguntó Gonzalo si éramos amigas y le dijimos que no, pero presiento que si nos repite la pregunta en unos meses la respuesta será justo la contraria.

 

Estoy cada día mejor, me siento fuerte y, sobre todo, soy infinitamente más feliz que hace 10 días.

No tengáis miedo de tomar decisiones que sabéis que os van a ensanchar el alma.

Quién no arriesga, no gana.

Gracias a todo el equipo Dorsia Granada, desde el primero al último.

A las chicas de recepción, a mi enfermera, a la directora.

Habéis hecho una gestión impecable y os recomendaría absolutamente siempre.

Y a todas esas personas que me están cuidando, a mis amigos y a mi familia, a los que estáis detrás de la pantalla pendiente de mi evolución, gracias infinitas también.

Y recordad: ¡Pon un Gonzalo en tu vida!







Se el primero en comentar

Deja un comentario