Fútbol plácido en el sofá

No os ofusquéis cuando no se rompen las defensas férreas si protestáis cuando se celebra un gol bajo vuestra ventana

Prohibido jugar a la pelota
Cartel más que habitual en plazas y comunidades de vecinos | Foto: Archivo
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No importan las llamadas de teléfono, los e-mails o los blogs. No importan los mensajes cortos, los audios o las comunicaciones de Telegram. Ni tan siquiera importan los grupos de WhatsApp. Al final si hay algo importante que decir, se expone en el ascensor: soporte primario de intercomunicación vecinal.

Esa madre que busca el patinete de su hija y a quien –supuestamente- lo sustrajo. Algún perro que orinó en las escaleras y su dueño no fregó. El despistado que tira colillas al bajo… Y tengo que reconocerlo, yo también caí en la elocuente narrativa ascensoril para aclarar que el recalo que había en el techo del portal no provenía de mi piso, según mi seguro de hogar.

Son mensajes cortos, directos, sin rodeos y sin espera de respuesta. Letras punzantes que ya querría para sí el mismísimo Quevedo. Normas irrefutables que para nada envidian a los bandos municipales que con mano férrea se colgaban en los ayuntamientos hace algunos siglos. Nuevas ideas que hubiera firmado el propio Lutero mientras clavaba las suyas a martillazos en la puerta de su iglesia. En mayúsculas o minúsculas. Sin darle una segunda lectura, sin preocuparte demasiado por la caligrafía o por los signos de puntación. Atrapado por el arrebato del momento y dispuesto a solucionar el problema en menos de los 280 caracteres que te permite Twitter. Adornados por un par de trozos de fixo y firmados por la letra que preside tu puerta en el rellano. Cogidos con agrado y con temor a partes iguales. Leídos con curiosidad y con recelo. Y siempre temiendo que vayan por ti.

La semana pasada, al abrirse la puerta del ascensor de mi bloque, encontré otro mensaje esperando confirmación de lectura. Resultó ser, sin duda, el más romántico que jamás he podido leer. No se trataba de algún intento descompasado de recuperar una relación perdida, no era el noviete de la hija de los del quinto pidiendo perdón a ritmo de trap. Eran letras de niños que conformaban las palabras más adultas que he podido leer en un ascensor: “Si no les gusta escuchar la pelota, cierren las ventanas”. Bendita simpleza infantil. Y es que muchos parecen haber olvidado los balonazos que dieron, los regates que hicieron, los caños que sufrieron y los goles que cantaron. Incluso parecen no recordar los balones que les rajaron cuando lanzar alto un penalti bien valía los lamentos de toda la chiquillería.

Por la tarde, mientras escuchaba a algún vecino quejarse por la pasividad del ataque de la Selección, sonreí pensando en el cartel y me acordé de los niños de mi bloque sentados en el banco. Pensé en las pelotas que ya no ruedan y en los goles que han dejado de celebrar. Sí. A ti que te molestan los gritos de los niños y a ti que la pelota no te deja echar la siesta: este es vuestro castigo. No os lamentéis si no hay extremos puros, no os enfadéis por la falta de regate, no os ofusquéis cuando no se rompen las defensas férreas; si protestáis cuando se celebra un gol bajo vuestra ventana, si os molesta escuchar un balonazo en el portal. Los que pedís que los niños jueguen en club deportivos rodeados de monitores y en césped artificial, los que requerís una placeta vacía de ruidos y una calle libre para el tráfico rodado; celebrad ahora los pases de seguridad, la falta de desborde y de verticalidad. Ahora tenéis lo que merecéis: fútbol plácido en el sofá.







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