La decisión está tomada: la semana que viene me opero

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-“Mamá, es que tengo muchas tetas para la edad que tengo” | Foto: Remitida
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-“Mamá, es que tengo muchas tetas para la edad que tengo”.

-“No, hija. Tienes dos, como todo el mundo, y muy hermosas, sí, pero también preciosas”.

No sé cuántas veces pude tener esta conversación con mi madre en mi adolescencia.

Cuando mi cuerpo empezó a cambiar, mis caderas y mis piernas se ensancharon, pero mi pecho apenas crecía.

Me bajó el periodo con casi 14 años y fue ahí cuando, de repente y rapidísimo, pasé de no necesitar sujetador a tener una 100; también cuando se me rizó el pelo de la noche a la mañana, y siempre lo había tenido liso.

Ahora que ha pasado tanto tiempo, y que hablo de este tema de una manera mucho más madura, real y consciente, me doy cuenta de la magnitud que tenía aquello para mí, por mucha normalidad que yo quisiera darle, por muy natural que fuera tener un pecho grande.

Me hacía infeliz.

Tenía que ir a tiendas específicas de sujetadores grandes con 16 años mientras veía cómo mis amigas se iban al mercadillo y se compraban 7 por el precio de uno de los míos. Casi todas con relleno.

“Ojalá yo”, pensaba.

Veía cómo mis padres se gastaban 60 euros en un sujetador para mí, cantidad con la que una familia de cuatro miembros hacen (o hacían) virguerías.

Llegaban las cenas de final de curso, los vestidos veraniegos y los bikinis y todo el mundo lo celebraba; yo me echaba a temblar solo de pensar en el tiempo que iba a invertir encontrando algún vestido con el que me sintiera cómoda con el pecho y que fuera medianamente bonito y juvenil, que tuviese un escote que no llamase demasiado la atención y que me permitiese bailar sin que se me saliese un pecho.

La única persona que fue partícipe del malestar que me generaba este tema era mi madre.

Como siempre, ella.

Mi pecho, mi talla 100, me creó infinidad de inseguridades con las que estuve cargando durante mucho, mucho tiempo. En mi forma de verme delante del espejo, de relacionarme con los chicos y, principalmente, conmigo misma.

Con el paso de los años, y la pérdida de peso, fueron desapareciendo, pero nunca lo hicieron del todo. Aún hoy, de vez en cuando, asoman.

 

Cumplí los 20 años y una hostia de realidad encima de la báscula me hizo entender que necesitaba perder peso.

Por mi salud mental y mi salud física, por ambas.

Empecé a andar y creo que acabé volviéndome casi adicta a ello.

Me iba a todos los sitios andando. A todos. De un pueblo a otro, de una esquina de la ciudad a otra.

Empecé a perder peso y pasado un año había dejado 20 kilos.

Me veía, por primera vez en mi vida, bien.

También el pecho, pues había perdido una talla, y la caída provocada por la pérdida de peso era casi inapreciable.

Aun así no me sentía cómoda sin sujetador porque seguía teniendo bastante pecho y, evidentemente, caía por su propio peso.

 

A día de hoy no sé lo que es llevar alguna prenda sin sujetador, o atada al cuello. Tampoco he hecho topless jamás por vergüenza, y todos mis bikinis y sujetadores han sido con aro.

Hace un par de años empezaron a asomar las primeras estrías, pero tampoco era algo que me crease un complejo con el que no pudiese lidiar. Eran, son, algo natural, presentes en casi cada persona con la que nos cruzamos por la calle.

Comencé a cambiar algunos hábitos, a mejorar mi alimentación y a hacer entrenamientos de fuerza.

Ha sido en la treintena y con mucho esfuerzo cuando más me he gustado, querido y aceptado.

Con peros siempre y, según algunas de las personas que más me quieren, con una visión de mi cuerpo muy alejada de la realidad e insana, pero bastante más sana de lo que había sido hasta el momento.

Es justo ahí cuando la edad, el paso del tiempo y la pérdida de peso empiezan a ser cada vez más visibles en mi pecho.

 

Tras muchas peleas con el espejo y conmigo misma, siendo consciente de que el momento de juzgarme con objetividad quedaba aún muy lejos, me doy cuenta de que el pecho se me ha vaciado bastante por arriba, centrando casi todo el volumen abajo; que no es cuestión de mí ni de mi injusta forma de mirarme, que es una realidad, una realidad que cada vez va a más y que no depende ni de lo que yo entrene, ni de lo bien que coma.

Que el cuerpo es así, cambia, y el tejido mamario, el mío de una malísima calidad, va cediendo cada vez más con el paso de los años.

Esto empezó a hacerme sentir mal.

Empecé por evitar mirarme al espejo y observarme el pecho.

Al poco tiempo me resultaba incómodo que mi propia pareja, que ama mi pecho más que yo misma, se detuviera en él.

Hasta que todo eso se convirtió en una sola cosa: rechazo. Hacia mí misma, hacia el cuerpo que lleva conmigo casi 34 años, cuidándome, sano, entero.

Una guerra constante entre el pensamiento de saber que soy una afortunada y el sentimiento de odiar lo que veo, de mi reflejo en ese cristal.

De nuevo, ese puto cristal jugándome malas pasadas.

 

Una dicotomía convertida en un laberinto sin salida.

 

Hace cosa de tres meses, me desperté un día con la clara convicción de que quería ponerle remedio a eso, de que no podía permitir que algo que estaba al alcance de mi mano solucionar estuviese minando cada vez más mi autoestima y convirtiendo mi relación conmigo misma en algo tan tóxico.

Llamé a mi madre y le pregunté si ella me acompañaría a informarme para operarme.

Como siempre, ahí estaba ella, la primera.

Salí de la clínica con la decisión tomada y la sensación de haber matado de un soplido al más grande de los monstruos que habitaban en mí.

 

El miércoles que viene, justo a esta hora, estaré tomando la primera ingesta de comida en el hospital después de la operación, con mi madre al lado, y un vendaje envolviendo a mi pecho ‘nuevo’.

Los que me rodean saben lo que esto supone para mí. No tengo miedo, tengo una ilusión que este cuerpecito no es capaz de abarcar.

Cuando le dices a la gente que te vas a operar el pecho todo el mundo piensa en un aumento; yo no me voy a poner, me lo voy a levantar. Me voy a quedar con la misma talla.

Dentro de la caída y de la nefasta calidad de mi tejido mamario, tengo los dos pechos totalmente simétricos y el pezón perfectamente colocado, sin caída, y esto me facilita mucho lo que voy buscando, que es un resultado lo más natural posible.

Ya tengo un carrito en Shein con bikinis sin aro para el verano que viene, con vestidos escotados hasta la cintura de esos con los que no te puedes poner sujetador porque pierden la gracia, con tops de palabra de honor y algunos bodys para lucir escotazo.

 

En la próxima columna, que si mi cuerpo y mi posoperatorio me lo permiten será en dos semanas, contaré todo: dónde y con quién me he operado, cómo ha sido el proceso, cómo me siento y cualquiera de las dudas que yo misma he tenido y preguntas que sé que algunas mujeres se estarán haciendo al leerme.

Un abrazo muy, muy grande.







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