La playa

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Imagen ilustrativa
Martín Domingo
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Hace veinte años la muerte anunciada de Miguel Angel Blanco sacó a la superficie lo mejor de nosotros, cuando aún no habíamos subvertido los valores, cuando todavía nos dolían más la tortura y el asesinato cruel de un hombre joven que el sacrificio de un perro potencialmente contagioso.

El espíritu de Ermua duró poco, fue apenas un destello, pero dejó para la historia momentos emocionantes de solidaridad con las víctimas del terrorismo y de unión entre los españoles de bien.

Como dice Jorge Bustos, el político no puede permitir que la concordia devore su alma. Menos aún el nacionalista, que hace del enfrentamiento su razón de vida. Por eso, los partidos abertzales se dieron prisa en aplicarse a desactivar una coyuntura que ponía en peligro, por primera vez desde que ETA movía el árbol, su hegemonía no sólo política, sino también social.

Un año después del crimen de Miguel Angel, que había movilizado a la población española -y a la vasca- como nunca antes en su historia, Ermua era un páramo, en el que, al decir de algún dirigente nacionalista, sólo habitaban las ratas.

Volvió el silencio, un silencio atronador. Y el estrépito de las pistolas. Durante tres lustros más, los condenados a muerte se limitaron a aguardar, ordenadamente y sin protestar, el turno de su asesinato. El resto es historia reciente.

El día que ETA mató a Miguel Angel Blanco, mientras millones de españoles, angustiados, se manifestaban en las calles o seguían la terrible cuenta atrás por la radio y la televisión, Arnaldo Otegi estaba en la playa con su mujer y sus hijos, “como un día normal”, según confesó a Jordi Evole en una entrevista.

Han pasado dos décadas movidas y hay nuevos actores en la escena política española. Para algunos, Otegi, el hombre que esperó tranquilamente sobre la arena a que ETA ejecutara al concejal de Ermua, es ahora un hombre de paz al que invitan al Parlamento Europeo, mientras le niegan el merecido homenaje a un muchacho valiente que se jugó la vida -y la perdió- en defensa de nuestra libertad y nuestra democracia.

Veinte años después, la muerte pavorosa de Miguel Angel, como en el tango, vuelve del pasado para enfrentarse con nuestras vidas. Y Carmena habría preferido estar en la playa.







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