Entre todas la mataron y ella sola se murió

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Fue un domingo de primavera en 1985. Celebraba el PSOE asamblea provincial y el entonces secretario de los socialistas granadinos, Ángel Díaz Sol, en su intervención final de clausura de aquel encuentro anunció como de pasada algo que yo confieso -aún hoy- que no entendí: “Pronto entraremos también en las cajas de ahorro, el último reducto franquista”.

Era un discurso triunfalista en el contexto de aquel PSOE entonces victorioso y el anuncio se enmarcaba -o así lo entendí yo, que no recuerdo siquiera haberlo reseñado en la crónica que al día siguiente publicó el periódico para el que entonces trabajaba- en el mérito de la consolidación de la democracia que, tres años después de llegar al gobierno, los socialistas se arrogaban tras los primeros años de zozobra en la amenaza golpista de la transición. Pero que las cajas fueran el último reducto franquista, la verdad… A qué venía aquello.

Para comprenderlo hubo que esperar todavía algunos años, hasta 1988, cuando de verdad comenzó el asalto a las cajas bajo el eufemismo de la ‘democratización de los órganos rectores’. Una operación culminada con ‘éxito’ que, por lo que respecta a Granada, dio lugar a una leyenda urbana nunca confirmada: la estampa ciertamente susceptible de duda, de dos ‘aspirantes’ a la presidencia de la Caja peleándose a mano abierta bajo la mirada perpleja de alguno de sus más refinados conmilitones.

La General, que había remarcado su adjetivo originario -Caja General de Ahorros de Granada- hasta convertirlo en sustantivo denominador como fórmula diferenciadora de la segunda caja, la Provincial, que había alimentado la Diputación. Fusionadas por aquellos finales de los 80, una pléyade de concejales de toda laya se integró en los órganos de representación y de gestión, sin otro cometido que decir “sí, bwana” a las cuentas y números que se les presentaban en asambleas y reuniones de cualquier tipo. En las cajas -y la de Granada no fue excepción- aparcaron alcaldes y concejales, además de otros políticos en caída libre que siempre encontraron refugio en esos ‘ex últimos reductos franquistas’ ahora flamantemente democratizadas.

En ese escenario, una consejera, Magdalena Álvarez, y un presidente, Manuel Chaves, anunciaron un día la ‘caja de cajas’ y poco después la ‘caja única’. La diferencia entre una y otra nunca fue explicada. De la primera se habló poco; de la segunda, cuando se entendió que se trataba de fusionar en una todas las cajas de la región, ocurrió lo que era fácil de prever en todas y cada una de las ocho provincias andaluzas: que como el localismo es una fuerza real en Andalucía y, por el contrario, el sentimiento autonómico o andaluz no pasa de un artificio, en todas y cada una de las ocho provincias de Andalucía se alzaron las fuerzas vivas en defensa de ‘su’ respectiva caja. ¡A buenas horas iban a consentir los sevillanos que ‘sus’ El Monte y San Fernando terminasen bajo el escudo de Unicaja!, que en el diseño de la Junta ejercería la tutela final en una Málaga convertida en ‘capital económica de Andalucía’.

En Granada, aquel movimiento se tradujo en el llamado ‘Pacto del Saray’ por el hotel en que se firmó en las primeras semanas de 2001. Algunos plastificaron sus enunciados, pero nunca hicieron paradas intermedias para analizar el grado de cumplimiento y, así, en 2009 la propia Junta lo daba por finiquitado.

La General había pasado a ser CajaGranada y como todas en aquellos años eufóricos del ‘boom’ del ladrillo orilló su negocio consustancial, el de prestar dinero a quienes lo demandasen con suficiente aval, para entrar de lleno y por la directa en la promoción de viviendas y urbanizaciones. El camino emprendido a nada bueno condujo, como pronto se pondría de manifiesto. Lo que vino a continuación es suficientemente conocido, por reciente. Sus efectos más palpables se reflejan en la casi desaparición de una caja donde entrar a trabajar era para quien lo conseguía mejor que un ‘gordo’ en Navidad. Ha habido un silencio estruendoso y elocuente en estos últimos años de deslizamiento progresivo en la nada, lo que no ha impedido a sus directivos -ahora silentes y a las órdenes de Murcia- mantuviesen sus buenos sueldos, mientras desaparecía una de las señas de identidad de la Caja: una oficina en todos y cada uno de los pueblos de la provincia, por recóndito y minúsculo que fuese.

Ahora que el funeral de CajaGranada es un hecho sin remisión sería un ejercicio de morboso sarcasmo revisar aquellos enunciados del Saray o, mejor aún, visitar los discursos rimbombantes de aquella jornada festiva en que se inauguró el Cubo. Pues eso: un fiasco elevado al cubo.







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