¿Crisis sindical o podredumbre social?

Garzón con trabajadores
Pedro Vaquero del Pozo
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Mucho se habla de la actual crisis de los sindicatos de clase. “No nos representan”, dicen los voceros de la nueva generación política. Y la derecha económica se frota las manos.

No se puede negar esa crisis de credibilidad. Para superarla el primer paso es diagnosticar sus males. Vaya por delante mi diagnóstico: a) la caída de la afiliación sindical sobre todo en el sector privado, en la medida en que se ha deteriorado la fijeza en el empleo, la contratación indefinida; b) la ineficacia de la acción protectora individual de los sindicatos en la medida en que los poderes políticos, legislativos y ejecutivos, han desregulado el mercado laboral, destruyendo el poder coercitivo de la legalidad protectora o desnaturalizando el carácter tuitivo de los códigos de la legislación laboral (en España, Estatuto de los Trabajadores, la Ley Orgánica de Libertad Sindical y otras leyes); c) las nuevas formas organizativas de la producción que dispersa la capacidad de los aglutinadores de los trabajadores, mediante el teletrabajo, la sustitución del contrato laboral por el mercantil (falsos autónomos), la deslocalización generalizada en el régimen de la producción globalizada, la flexibilización artificial del trabajo sustituyendo contratos indefinidos por contratos a tiempo parcial, precario, por servicio determinado, etc.; d) el burocratismo, centralismo y anquilosamiento de las estructuras sindicales; e) la pérdida de credibilidad por su mixtificación con el poder institucional de los gobiernos, al abandonar los sindicatos el binomio presión-negociación, y sustituirla por la vía de la supuesta capacidad negociadora asentada por tanto no en el poder de los trabajadores en sus bases de trabajo o de los barrios y entornos culturales, sino en el mero reconocimiento legal del poder institucional, esto es, por el hecho de sentarse en las mesas de “negociación”; f) la pérdida definitiva de la credibilidad de los sindicatos por los escándalos de corrupción de algunos sindicalistas que se han ido descubriendo al hilo de la salida a la luz de la corrupción de determinados políticos y partidos.

Pero si los críticos que se autosatisface detectando los males sin poderles remedio están contribuyendo a la magistral jugada del desguace neoliberal del modelo social. El objetivo democrático debe ser dar pasos en la recuperación y el fortalecimiento del poder obrero en general y de los sindicatos de clase en particular.

La solución a la crisis sindical actual no está en la proliferación de sindicatos minoritarios o corporativos, sino en la capacidad de invención de formas organizativas novedosas que se adecuen al entorno y a las condiciones laborales nuevas. Creo que los sindicatos mayoritarios y minoritarios tienen la obligación de desburocratizarse, unirse y convertirse en laboratorios de nuevas ideas y experiencias de movilización micro y macrosindical, esto es, en el seno de las empresas, polígonos, barrios, pueblos y ciudades, y en el ámbito social o sociopolítico. Esta reconstrucción del sindicalismo de clase debe ser compatible con la representación institucional, que se verá enriquecida en la medida en que el poder sindical aportador a la mesa de negociación sea real y no “heredado”.

Pero sin la ayuda del poder político democrático no es posible. El gobierno no puede ser “imparcial”, pues en el mercado no hay igualdad entre los agentes. Tiene que ser protector del factor más débil, el trabajo; el capital se basta por sí y se defiende con armas excesivamente poderosas. Por eso debe cambiar la legislación laboral, no para hacer lo que los poderes neoliberales llaman más “reforma estructural”, sino para justo lo contrario: distinguir lo que es empresariado proletarizado de lo que es el núcleo del poder empresarial y financiero, como primer paso para emprender medidas en defensa de los y las trabajadores/as. Sin democracia económica no hay verdadera democracia.

¿Crisis sindical o podredumbre social? La sociedad está podrida. La primera corrupción ha consistido en convencer a los obreros de que también ellos eran ricos si accedían al crédito. Han creado el homo endeudatus, encadenado al molino del sistema a través del pago del crédito, o de las fluctuaciones del capital popular. El autónomo se cree empresario; el profesional, liberal; el obrero, ingeniero de su pequeña especialidad; el ejecutivo, dueño de la empresa; el contribuyente, estafado por Hacienda (y estafador si se atreve)… Nada de eso es verdad, pero edulcora la dura realidad.

Para reconstruir el poder del trabajo hay que reconstruir la conciencia de clase, el orgullo de pertenecer a un colectivo desposeído de los medios de producción y de un reparto justo del beneficio, pero que aspira a reconquistar esa plusvalía sustraída por el poder del capitalista (conciencia de clase objetiva). Esa conciencia de clase surge en la medida en que se considera útil para sí la actitud y praxis solidaria (conciencia de clase subjetiva). Esa es una de las causas por las que la acción política de los progresistas en el seno de una sociedad falsamente desclasada no debería omitir de su relato político la ideología, la división en clases, la importancia del sufrimiento de las clases bajas, -no solo de las medias-, la existencia de la izquierda y la derecha. Porque la pedagogía que acompaña a la praxis política no puede desvincular la génesis del acceso al poder de la génesis de la conciencia de clase subjetiva y objetiva.

Los posmodernos no entienden esto, pues están de vuelta sin haber ido. Pero sí deberían entenderlo los progresistas, y más todavía si se llaman socialistas y obreros.







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